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Vuelvo siempre a aquella escena de El club de los poetas muertos en la que el profesor Keating, un futbolero que enseña la épica de la vida a poema por chut, llevó a los chavales (mi favorito era Knox Overstreet) ante las vitrinas del colegio Welton, con los trofeos y las fotografías de los antiguos alumnos, jóvenes que ya no están, sin nombre, pero con eco: aprovecha el momento, Carpe Diem. Haced que vuestra vida sea extraordinaria.

La historia del Real Madrid también la forjan futbolistas anónimos. Las pirámides no las construyeron los faraones, sino los que estaban allí arrastrando piedras, sucede en todos los equipos. Forma parte de la idiosincrasia madridista tener un recuerdo para ellos, homenaje al esfuerzo: los vascos en tiempos de Zamora, los Lesmes y los Atienza en los 50, Pachín y Félix Ruiz corriendo para Don Alfredo, el espíritu de los ye-yé (antes de que Pirri, Velázquez y Amancio se coronasen) ya sin Di Stéfano y Ferenc Puskas, los García luchando en Europa, Pavones para fichar Zidanes... Y Lucas, el hombre que aprovecha el momento, en el Madrid de los Vázquez.

Zidane hace una carantoña a Lucas, el sábado.
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Zidane hace una carantoña a Lucas, el sábado.EMILIO NARANJOEFE

Futbolistas como tú y como yo. O eso creemos. O eso querríamos. Los Vázquez acompañan a las estrellas. Hacen humano a un club gigante, dan cuerpo al equipo y lo acercan a los rincones de España de donde proceden y donde surgirán simpatías madridistas ante el equipo de su tierra (Support your local team siempre, pero también Support your local player). Los Vázquez convierten el Real Madrid en un Madrid real. Menos ampuloso, menos estelar, pero solvente y cercano. Un Madrid documental, frente a la ficción galáctica. Lucas, para colmo de bienes, se curtió en el Espanyol, un golpe maestro de realidad, un curso de lucha frente a la adversidad. Algún día, como Keating, pasearemos a los más jóvenes por nuestros recuerdos, y allí estará Lucas Vázquez, desde la orla y el cromo, sonriendo. Juntos, escucharemos el susurro de su legado. Quizá nadie recuerde ya su nombre, pero habrá ayudado a sostener una pirámide, el club de los futbolistas (con perdón) muertos, el Madrid real.