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Esos ojos húmedos de Rafa Nadal...

Suena el himno y el plano corto nos muestra el rostro de Nadal, tapado por la mascarillla hasta los ojos, que se van humedeciendo. ¿Qué pensaría en ese momento? Muchos grandes deportistas me han contado que tras una gran victoria llega un éxtasis, y después cierta sensación de vacío difícil de explicar. ¿En cuál de los dos estados estaría? Mientras nosotros, en casa, nos sentíamos satisfechos de tener en el mundo un tipo así para representarnos, un héroe familiar que ennoblece a la tribu y la rescata de la miseria por la que la arrastran esos chamanes ignaros y altivos que al ofenderse entre sí nos ofenden a todos.

Trece victorias ya en Roland Garros, fruto de cien partidos ganados por sólo dos perdidos, las dos ediciones que se le escaparon. Uno fue precisamente ante Djokovic, el rival de ayer, con el que había más cosas en juego, entre ellas la posición en la tabla de victorias en Grand Slam, que ahora encabeza Nadal, codo a codo con Federer, mientras Djokovic queda en 17, una distancia prudencial. Luego está el largo duelo entre ambos, 56 partidos ya, con breve ventaja aún de Djokovic por un escaso 29-27. Es admirable el pulso entre estos dos hombres. ¿Cuántas horas ya frente a frente? Imagino que sólo Karpov y Kasparov superan eso.

Lo que me admira en Nadal es su capacidad para continuar haciendo la guerra después de haberla ganado. Hace 15 años de su primer Roland Garros y cada vez vuelve con las mismas. Su tenis no se limita a la tierra, tiene toda la colección del Grand Slam, pero me agrada especialmente que su fuerte sea París. Los ingleses inventaron el deporte, pero los franceses supieron qué hacer con él. A ellos debemos los Juegos Olímpicos, el Tour, el Mundial, la Copa de Europa... Y Roland Garros, que lleva el nombre de un pionero de la aviación, héroe y víctima de la Gran Guerra. Ganar en París tiene un plus: esa foto en la Torre Eiffel, símbolo de la tarea bien hecha.