El juego de los penaltis

Las distintas transformaciones que el fútbol ha sufrido en los últimos años —y no sólo me refiero a la introducción del VAR, que sin duda ha tenido una importancia capital— han hecho aumentar el número de partidos decididos por penas máximas. En un deporte en el que la preparación táctica defensiva es cada vez más sofisticada y en el que prima la reducción de los espacios para dificultar la generación de oportunidades de gol y para poner barreras a la creatividad, conceder un lanzamiento desde los once metros es a menudo regalar una ocasión de gol cuya claridad no se podría reproducir en el juego abierto. Hemos visto finales de Champions condicionadas desde el primer minuto por manos que antes no se habrían pitado —la última del Metropolitano— y cada vez son más los partidos en los que se marcan más goles de penalti que de cualquier otro modo. Lo cual nos llevará más pronto que tarde a una consecuencia: o se revisan los criterios del reglamento para reducir el número de penaltis o se empezará a intensificar el entrenamiento para evitarlos y para provocarlos.

 El VAR, es evidente, convierte contactos que antes se juzgaban insuficientes en lances de pena máxima. Ya no por su intervención directa: sino también por el efecto que puede provocar en el colegiado de campo, que sabe que una instancia externa juzgará posteriormente esas disputas con numerosas repeticiones a cámara lenta y no quiere ser desautorizado. Y viendo que será muy complicado volver a un fútbol pre-tecnológico —lo que se hará, supongo, será ajustarlo y revisarlo—, llega el momento de los entrenadores: los mismos que, para adaptarse a la norma del fuera de juego, diseñaron estrategias para no caer en él o para penalizar al rival. Bienvenidos a los entrenamientos del futuro: ejercicios para bloquear centros y disparos con los brazos en el trasero, ensayos de disputas aéreas saltando sin casi coger impulso y una nueva educación en la que se priorizará aguantar antes que entrar en los duelos en el área.