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Supongo que tendrá una explicación científica o quizá emocional, que en cualquier caso desconozco. Lo que sé es que hay algunos instantes en la vida que quedan grabados para siempre en la memoria y con una nitidez que cuesta entender con el paso del tiempo. Para mí uno de ellos es la muerte de Ayrton Senna, cada vez que lo recuerdo tengo la sensación de estar viviéndolo de nuevo como si se tratara de hoy mismo. Estaba viendo por la tele aquella maldita carrera de Imola, yo entonces viaja como enviado especial del AS a los grandes premios de motociclismo y a la semana siguiente tocaba el de España, en Jerez. El accidente fue brutal, desde el primer instante quedó patente la gravedad del asunto. No podía creer todo lo que vino a continuación y que la tragedia fuera ya irreparable.

Otra paradoja de aquella desgracia es la forma en que materializa el tópico de que murió el piloto y nació la leyenda. Sé que suena a recurso manido, pero es que en el caso de Senna resulta incontestable. Este primero de mayo, como cada año desde hace 26, se recuerda en el mundo entero su figura, su personalidad, su magia… Es mucho tiempo un cuarto de siglo para mantener viva en la memoria colectiva la excepcionalidad de un deportista único, sin duda. Al menos para mí lo era, mi gran ídolo en el automovilismo, dentro y fuera de los circuitos, del que pudimos disfrutar menos de lo que nos hubiera gustado y de lo que su grandeza merecía. Porque además de talento tenía carisma, una difícil combinación que sólo encontramos en un puñado de elegidos.