Mi maestro, mi jefe, mi amigo
Yo quería escribir de motos y Tomás Díaz-Valdés me abrió las puertas del AS, casi nada. Por pura generosidad, como él era, porque no nos conocíamos en absoluto. Le envié un par de textos que había escrito y a los pocos días sonó el teléfono de mi casa. ¿Chaval, te vienes a echarme una mano?, me propuso. Y allí aparecí yo, con ventipocos años, en la antigua redacción de la Cuesta de San Vicente. Tomás me enseñó el oficio, me hizo periodista y me dio una oportunidad que nunca pude agradecerle lo suficiente. Me envió a los grandes premios y le pidió a Ángel Nieto que cuidara de mí. Quizá por eso los dos, hasta cuando ya era un cuarentón, me seguían llamando Raulito… Ahora ninguno de ellos puede hacerlo, vida cruel e injusta.
Tomás era un chico de barrio que acabó viviendo en La Moraleja. Porque era astuto, hábil y adelantado a su tiempo, encontraba oportunidades donde nadie más las veía y disfrutaba del motociclismo con una pasión que ha conservado inalterable. Cosas de esas que ocurren en las empresas provocaron que nuestros destinos profesionales se separasen en 1996, pero siempre siguió siendo mi maestro, mi jefe, mi amigo. Le conocía creo que como pocos, sin embargo me seguía sorprendiendo su entusiasmo, sus ganas de mantenerse en la brecha. Le decía que se jubilase, que disfrutara de otro modo de la vida. Lo hacía por pura ironía, yo sabía que para él vivir era continuar sintiéndose periodista. Y así ha sido hasta el final de sus días. Te voy a echar mucho de menos…