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Iago Aspas como bendita excepción

Era la presentación del Huesca en el Bernabéu, nunca antes había jugado aquí, y dejó estela de equipo bueno y ordenado. No se llevó nada, pero engrandece a LaLiga que el último de la tabla juegue así. Le va a costar salvarse, después de un arranque de campeonato flojo, pero jugando de este modo, quién sabe. Desde luego, además de jugar bien, con un plan que resultó y que le rentó dos goles, dejó ver que el equipo está vivo, que no ha tirado la toalla. Los más de dos mil hinchas que viajaron desde Huesca para asistir a este debut de los suyos en el Bernabéu pueden regresar satisfechos. Sin puntos, cierto, pero el viaje les mereció la pena.

Y no sé si podrán sentir lo mismo los madridistas, menos que otras veces, que dejaron su casa para ver al equipo de sus amores. Esos sí volvieron con los puntos, pero tuvieron que ver con desagrado el pasotismo de Bale, que se llevó una pita, los descuidos de la defensa y un cierto tono bajo del equipo salvo al final, cuando la vergüenza torera les llevó a apretar a un Huesca cansado, que ya no podía más, y a ganar así el partido. Salvemos el primer tiempo de Brahim, todo el partido de Benzema, rubricado con el golazo final y poco más. Jugó Luca Zidane de portero, no tuvo culpa de nada, pero dudo que su padre le haga un favor precipitándole.

Pero la noticia de la jornada no estuvo en el Bernabéu ni en ninguno de los partidos de los grandes, sino en Balaídos, donde nos conmovió la emoción de Iago Aspas. Se suele decir que los jugadores ya no sienten los colores, y en parte es cierto. Muchos van y vienen, atentos a cumplir, y listo. La quiebra emocional que tuvo Iago Aspas cuando, en su reaparición, resolvió un partido que se había puesto fatal para ese Celta de sus amores amenazado de descenso prueba que todavía hay otra forma de estar en el fútbol. Es casi exclusiva de jugadores hechos en la cantera, como recordó Álvaro Benito en Carrusel. Pero los hay, y son una bendita excepción.