El ‘sincericidio’ de Sergio Ramos
Se entiende que la sinceridad es una virtud pero, como tal, no conviene hacer alarde de ella, porque eso ya es inmodestia, y entonces entramos en otro territorio. Aparte de que la sinceridad puede ser ofensiva o inoportuna, y no hace falta aportar ejemplos. Desde luego, es virtud, pero si se echa mano de ella para redimir un vicio o hacérnoslo perdonar, estamos montando un equívoco innecesario. Por ejemplo: “Ayer te la pegué con Fulanito (o Menganita) pero te lo cuento en aras de la sinceridad”. O bien, como hizo Ramos ante la pregunta de si había forzado la amarilla en Ámsterdam: “La verdad es que sí. Te mentiría si dijera que no”.
Sí, la sinceridad es una virtud, pero hay que pensar que en algunas ocasiones la verdad ofende, que ojos que no ven, corazón que no siente y que entre tirar la verdad por delante o mentir hay un elegante término medio, que es la discreción. Ningún reo está obligado a declarar en contra propia, eso se lo leen a los detenidos en las películas, no sé cómo Sergio Ramos no ha reparado en eso, porque habrá visto algunas. El acusado incluso puede permitirse mentir en los juicios, cosa que a los testigos les está totalmente prohibido, bajo penas severas. Ellos juran decir la verdad, toda la verdad y sólo la verdad. Los acusados, no.
Lo que Sergio Ramos hizo el otro día ante la Prensa en Ámsterdam lo llaman los sicólogos ‘sincericidio’. Se ganó su tarjeta amarilla con oportunidad y disimulo diligentes, en un momento que parecía apropiado, con la anuencia, según se vio luego, de Solari y con fino tacto en la maniobra. Pero posteriormente se sintió estupendo, le dio por fardar de pícaro o de sincero, o de ambas cosas, y lo estropeó todo. La UEFA no podía pasar eso por alto, y menos en un reincidente. Esto no ha sido como aquel alarmante despelote que organizó Mourinho, otro listillo cazado ‘in fraganti’, sino una rara autodelación. Un sincericidio.