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Por el buen gusto de ser del Real Madrid

Le pregunté ayer a Eduardo Verdú, el hijo mayor de Vicente Verdú, el más madridista de todos los madridistas que he conocido, por qué su padre abrazó siempre esa pasión. Lo que me contestó Eduardo, escritor también, autor reciente de una novela protagonizada por el fútbol (Todo lo que ganamos cuando lo perdimos todo, de Plaza y Janés), hubiera llenado de orgullo a su padre.

Esa pasión no le impidió a Vicente mirar el fútbol como el antropólogo que fue: es un deporte que acude a lo tribal para convertir en héroes o demonios a los propios o a los ajenos, según el lado en que estés en el campo. Sin adversario no hay fútbol, y ganar no es sólo un aspecto de la partida sino una obligación sentimental para los que actúan y también para los que miran.

Como yo era de otro bando, a veces me zahería con las derrotas de mis colores, y a veces se compadecía, según como estuviera el Real Madrid en las competiciones. Y a veces éramos tan aguerridos, tan buenos amigos, que teníamos la certeza de que podríamos compartir sin riñas o malos humores un partido de los llamados Clásicos. Y algunos vimos juntos. Sufríamos juntos y por guerras separadas, algo que él estudió con profundidad más que freudiana en su clásico El fútbol, mitos, ritos y símbolos. Yo no quería que él sufriera, y él tampoco deseaba mi pesar, pero estábamos en una guerra que terminaría en desenfrenada alegría o en mustia melancolía. Y aquel poeta que tantos recursos retóricos tenía para explicar y para explicarse los sentimientos de victoria o de derrota era vencido por una de las dos pasiones.

Además de a Eduardo le pregunté a su hijo Juan, el mediano, y a su hija Sole, la más chica, por esa pasión, cómo la adquirió este ilicitano que se vino a Madrid, y al Madrid, cuando era un adolescente. Sole me lo explicó: sus dos hijos son madridistas de carnet, también por la influencia del otro abuelo, desde la misma cuna. Juan me dijo que su padre se hizo del Madrid por “la elegancia del club de don Santiago Bernabéu, que era de Santa Pola”, donde Verdú vivió tantos veranos, pintando.

Lo que me dijo Eduardo es, quizá, lo que mejor define y marca esta pasión que derivaba en alegría inmensa o en mustia melancolía.

“Mi padre”, me dijo Eduardo, “se hizo tan apasionado de su equipo sobre todo por el buen gusto de ser del Madrid”.