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El tenis de nunca acabar

Comencé a escribir esta columna a altas horas de la noche, mientras que Rafa Nadal y Novak Djokovic aún jugaban su semifinal de Wimbledon, que no podrá terminar hasta este sábado. La inflexible normativa del torneo inglés dice que hay que parar a las 23:00. Y a esa hora se paró. Bien pensado, casi es mejor eso que andarse a raquetazos de madrugada. Esta misma temporada vimos a Garbiñe Muguruza perder un partido en Roma ante Daria Gavrilova pasadas las dos de la mañana, una imagen también habitual en Madrid. El tenis tiene un problema de horarios difícil de resolver. Y mucho más si sus órganos rectores no se ponen a ello. Sabes cuándo empieza, pero nunca cuándo acaba. Si encima se interrumpe con el mal tiempo, como hemos padecido tantas veces, hay torneos que se pueden hacer eternos.

Esa eternidad la vivimos este viernes con la semifinal Anderson-Isner, que duró 6:36 horas. Es el segundo partido más largo de la historia, después de aquel protagonizado en 2010 también por Isner ante Mahut: 11:05 horas. Tiene su parte épica, eso es cierto. Pero rompe la programación televisiva, los planes de los aficionados... Y agota a los jugadores. Sinceramente, creo que el tenis debería plantearse ya que no puede continuar como un deporte de nunca acabar. Que hay que inventar una fórmula para que los partidos terminen en algún momento. O bien con un desempate, o bien con un límite de tiempo. Estas maratones van en contra de la lógica y de la época. Mientras triunfan los formatos de deportes cada vez más rápidos, dinámicos, explosivos y, en consecuencia, televisivos, el tenis sigue, y sigue, y sigue...