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Sobre la importancia social del fútbol

Mi madre detestaba el fútbol. Dios la puso a prueba con un marido al que sí le gustaba (le gustaba todo, en realidad) y haciéndole criar en Madrid dos hijos y una hija, en los años de Di Stéfano, Puskas y Gento. El fútbol invadía las comidas y las cenas, para su desconsuelo. Cuando llegó el televisor, el partido semanal que entonces se ofrecía le pareció una invasión ilegítima en la intimidad del hogar. Siempre dijo que aquello no tenía sentido, que estaba desfasado, que se deshincharía. Si hoy viviera, con fútbol a todas horas incluida la mitad de todos los telediarios, no sé qué haría. Al menos le tocó irse en tiempos futbolísticamente no tan desaforados.

La he recordado ahora, con los 222 millones de Neymar, que pulverizan el récord anterior, los 120 de Pogba, que sólo ha durado un año. Este vino a batir el de Bale, que duró dos, tras rebasar por centímetros el de los 96 de Cristiano Ronaldo, que había permanecido vigente durante seis. Estos 222 que ha pagado Nasser Al Khelaifi (no Nasser Al Thani, como por descuido imperdonable le cité ayer en esta columna en la edición de papel) duplican largamente el costo de Pogba. Como decía mi madre, ¿a dónde vamos a ir a parar? Nadie lo sabe. El fútbol se ha apoderado del escenario, ha adquirido una importancia económica y social imprevista.

Tras el atentado del ISIS en París, el acto de reivindicación de la vieja Europa y su estilo de vida frente a esa barbarie no fue una ópera, ni un concierto de rock, ni un gran acto religioso o político. Fue un Inglaterra-Francia en Wembley, donde sonó la Marsellesa, y el príncipe Guillermo hizo una ofrenda floral con los seleccionadores Hodgson y Deschamps. Ahora el PSG paga 222 millones porque un pequeño pero muy rico país, Qatar, ha escogido el fútbol para darse a conocer y a respetar en el mundo. Y Estados Unidos invita a Madrid y Barça a jugar allí su Clásico. La importancia social del fútbol no se puede ignorar. Y a mí me agrada, ahora que no me oye mi madre.