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Federer está hecho un chaval

Hace seis meses, Federer perdía con Raonic en las semifinales de Wimbledon. En cinco sets. Un partido durísimo. Tanto como el que había ganado dos días antes a Cilic en cuartos. También en cinco sets. Federer acabó agotado. La temporada venía siendo dura. Derrota ante Alexander Zverev en Halle y Roma, ante Thiem en Stuttgart, ante Tsonga en Montecarlo y ante Djokovic en Australia. Estaba a punto de cumplir 35 años. Tenía dolores en la espalda, operados los meniscos... El incombustible Roger ya no lo era tanto. El tenis comenzaba a pesarle. El último torneo que había alzado era el de Basilea, que él mismo organiza. Frente a Nadal. Su buen amigo. ¡A saber si le había hecho un favor! En 2015. Quizá había llegado el momento de dejarlo. Ni siquiera aguantó hasta Río.

Federer desapareció del circuito, se dedicó a la familia y a recuperarse. Ahora ha vuelto, y primera ronda, y victoria ante Melzer en 125 minutos. Segunda, y victoria ante Rubin en 123. Tercera, y victoria ante Berdych en 90. A mayor dificultad del rival, mayor facilidad para ganar: 22-15, 20-14 y 18-10 ha sido el total de juegos sucesivamente. Ante Berdych, lo bordó. A Federer se le vio feliz y exultante. Su juego fue todo un espectáculo. ¿Tanto como para ganar el torneo? ¡Uff! Va a hacer cinco años que ganó su último Grand Slam. Hasta él mismo se está sorprendiendo de su juego. Pero es lo que sucede cuando se compite sin presión. Aquí tenemos un caso parecido: Ruth Beitia. Cuando ganar se convierte en una consecuencia, no en un objetivo, los resultados son espectaculares.