Aquel golpe franco al Milan

Alcancé a ver a Di Stéfano por los pelos. Mi primera temporada de asistencia asidua al Bernabéu fue la 62-63, la penúltima de él en el Madrid. Camino del fútbol, mi hermano, que me saca siete años y había disfrutado ya lo mejor de aquel Madrid legendario, me hablaba y no paraba. Para ser sinceros, y un poco por ponerme frente a mi hermano, yo me hice de Amancio, que apareció justo esa temporada, regateaba como un diablo y alegraba el ritmo académico y pausado de aquel equipo señorial. Di Stéfano me pareció venerable, como Puskas y Santamaría, pero mi jugador era Amancio. Ni mi hermano me podía convencer.

Así fue hasta el siguiente año. El Madrid estaba, una vez más, en la Copa de Europa. Una eliminatoria tremenda le cruzó con el Milan, en cuartos de final. El Milan traía leyenda: era el campeón de Europa, tras batir en la anterior final al Benfica, que a su vez había ganado las dos finales anteriores al Barça y al Madrid. En ese Milan venía Amarildo, un brasileño del que sabíamos que había tenido que sustituir a Pelé, por lesión, en el Mundial de 1962 y había marcado goles decisivos (entre ellos, dos a España) para que Brasil ganara aquella Copa del Mundo. Venía también Rivera, al que apodaban Il Bambino de Oro, y un líbero llamado Maldini, de enorme estampa y que representaba un avance por sí mismo, porque entonces aquí no había líbero ni sabíamos lo que era eso. El delantero centro era Altafini, autor de 14 goles en la Copa de Europa anterior. Entre ellos, los dos de la final al Benfica. La cosa se presentaba dura.

Relaño

Yo tenía 13 años. Mi carnet de socio me daba derecho a ir de pie a uno de los fondos. Siempre escogía el sur. Por mi estatura, que nunca ha sido aventajada, me esmeraba por ir muy pronto y colocarme en la primera fila. El partido era a las ocho y media y a las siete, cuando se abrieron las puertas, ya estaba yo allí. Bajé corriendo y me coloqué tras la portería, como solía, un poquito en línea con el palo izquierdo. Allí esperé hora y media, emocionado.

La salida del Milan fue impactante. Con sus rayas, muchas y finas, rojas y negras. Las rayas negras (yo no había visto aún ni al Baracaldo ni al Sestao) me parecieron de una distinción elegante. Todo en ellos traslucía un cierto aire de poder, sin arrogancia. Desde luego, eran más delgados y más jóvenes que los jugadores del Madrid, donde varios avanzaban ya peligrosamente por la treintena.

Ese día entendí lo que era Di Stéfano. El Madrid empezó defendiendo la portería del Fondo Sur, que protegía Vicente, mi portero favorito porque fue, junto a Pazos, el último que llevó rodilleras. El Milan apretaba y yo veía a Di Stéfano por ahí atrás, cortando, animando, regañando, intimando, arrancando la jugada hasta el otro campo, donde casi se me perdía de vista. Amarildo, que jugó de extremo izquierdo, dominó peligrosamente a Isidro (padre de Quique Flores), al que desbordó tres veces seguidas. Di Stéfano mandó a Isidro al medio campo, se puso de lateral derecho y le cerró las tres siguientes internadas a Amarildo, la última de ellas amagando que le compraba el amague y quedándose luego la pelota en el tacón izquierdo, que retrasó. Luego, la pisó, le hizo un gesto a Amarildo y arrancó. Isidro recuperó la marca y Amarildo no se le volvió a marchar. A todo esto, en dos llegadas, Amancio y Puskas habían conseguido sendos goles, allá en lontananza, en el Fondo Norte. Al descanso el Madrid ganaba dos a cero, pero en aquella primera fila de lo que hablábamos era de Di Stéfano y de cómo le había comido la moral a Amarildo.

A todo esto, Félix Ruiz, interior navarro de ida y vuelta, se lesionó. Una entrada de Rivera le produjo una mala caída y se rompió la clavícula. No había cambios. Pero el Madrid no se afligió, esta vez pasó al ataque, todos entendimos que por decisión de Di Stéfano, que se multiplicó. Otra vez el juego estaba ante mi portería. En eso, hay una falta cerca del área del Milan, un poco en la posición del interior derecho. Ideal para Puskas, preciso lanzador de toda clase de saques a balón parado. Se perfila. Pero de repente Di Stéfano le grita, le pide que se aparte, y es el propio Di Stéfano, que estaba cinco metros más atrás el que se arranca y le pega al balón. Le pega de una forma extraña, con la derecha, pero con el exterior del pie. El balón pasa junto a la oreja derecha del primero de la barrera y luego se curva y baja hacia el hierro izquierdo de la portería, ¡justo hacía mí! El meta Barluzzi vuela, lo roza, pero se cuela. Ha sido un gol fabuloso, inédito, casi transgresor. Luego marcará Gento, a la salida de un córner, el cuarto, en fabuloso tiro cruzado. Muy al final, Lodetti dejará un 4-1 que no bastaría para el partido de vuelta.

Fue, todos lo dijeron, el último gran partido de Di Stéfano, dueño del campo y la pelota, en las malas y en las buenas. Ese mismo año dejaría el Madrid tras perder la final de esa misma Copa de Europa, ante el Inter.

Con el tiempo, tuve la suerte de poder hablar con él de aquella noche y de aquella falta. Me contó que fue una inspiración repentina y que en realidad se trató de un plagio incompleto de la folha seca de Didí.

"Didí le pegaba al balón de una forma muy personal. Yo le pregunté cómo lo hacía, pero no quería compartir el secreto. Mateos y yo anduvimos observándole un tiempo, hasta deducir lo que hacía: metía la parte exterior, los tres dedos últimos, y al entrar en contacto con el balón sacudía el pie para arriba, muy bruscamente. Con eso lograba ese efecto tan especial que hacía caer el balón como a plomo, tras superar la barrera. Una vez que entendí lo que hacía, decidí intentarlo. Pero me daba una sacudida muy fuerte por detrás del muslo. Había que tener el músculo flexible que tienen aquella gente para hacer eso. Lo olvidé. Hasta ese día. Se me ocurrió de golpe, vi el gol claro, sólo que en una versión más amortiguada, sin hacer pasar el balón exactamente por encima de la barrera, como él, sino al lado. Pero el efecto de bajar bruscamente, que es lo que mata al portero, se mantuvo. Puskas me abrazó y luego me miró, enarcando las cejas, de una manera significativa. Me sentí feliz de haberle asombrado".

Han pasado 50 años de aquello. Pero aún puedo cerrar los ojos y ver ese balón volando, sacándole la lengua a Barluzzi y viniendo hacia mí hasta recogerse, mullidito, en la red de la portería del Fondo Sur, junto al hierro.

Sí, mi hermano tenía razón. Como Di Stéfano, ninguno.