El globero fantasma


Estaba convencido de que la mayoría de vosotros se había tomado unas vacaciones, pero la última entrada me ha confirmado que casi todos seguís ahí, al otro lado del cable, pendientes de las tonterías que se me puedan ocurrir. Así que donde dije digo, digo Diego; donde pensé no pedalear, me lanzaré a tumba abierta… y a quien no le guste, que le den pomada.

En el mundo del cicloturismo hay un término maldito, que todo el mundo odia. Un adjetivo que ofende a la mayoría. La palabra cizañera que ha provocado más disputas, discusiones y peleas incluso sangrientas. Ese vocablo innombrable es el que paso a escribir con cierto miedo supersticioso: ‘globero’. Además, alcanza su punto de ebullición cuando se une a las dos siguientes palabras: ‘eres un’. Así que la expresión “eres un globero” se convierte en un tridente demoniaco que ningún ciclista quiere sentir cerca de sus orejas.

Ya que hablamos de orejas, os tengo que contar que estoy bastante preocupado. En estas fechas el campo está lleno de escarabajos de todos los tamaños que vuelan completamente alelados. Mientras pedaleas, es normal que te puedas llevar por delante una mosca o una avispa (a propósito, una me pegó un tremendo picotazo en la sien hace unos pocos días), pero los escarabajos se chocan contra ti sin conocimiento, a toda velocidad, en su eterno despiste. Así que cada rato estás escupiendo uno pequeño que se te ha metido en la boca, o notando como uno gigantesco impacta contra el casco provocando un sonoro ¡CLONCK! El caso es que hoy se me ha metido uno en la oreja. Pero no se ha quedado fuera, sino que ha aterrizado con la habilidad propia de un piloto de portaaviones dentro del conducto auditivo. Una vez dentro se ha dado cuenta de que no había salida por el otro lado y ha empezado a moverse aterrorizado, frenético, intentando salir. No penséis que yo he vivido la aventura con la frialdad que muestro en la narración. Mientras el escarabajo zumbaba, yo aullaba y me daba golpes en el caso intentando hacer que saliera. En estas estaba cuando me he cruzado con un par de caminantes que se han detenido en medio del camino a presenciar el espectáculo, convencidos de que yo era un loco fugado en bicicleta de cualquier psiquiátrico.

Mis gritos mientras me golpeaba en el casco, y sus zumbidos, se han prolongado durante más de un minuto. Por fin ha dejado de moverse, aunque no tengo muy claro que haya abandonado el conducto. Así que estoy en un dilema. Lo más probable es que fuera capaz de recular, y saliera para continuar su vuelo atontado hacia ninguna parte, pero me preocupa que haya sido capaz de abrirse paso hasta el cerebro. ¿Tendré dentro de mí un coleóptero medio idiota alimentándose de mi diminuto cerebro? No os riáis, que estoy acojonado.


Volvamos a la historia de los globeros. Durante mucho tiempo me picó la curiosidad sobre el origen del término que tanto molesta a los ciclistas. ¿De dónde viene la expresión maldita? Pregunté a unos y a otros, a pesar del riesgo evidente que se corre al pronunciar la palabreja dentro del gremio, y nadie me dio una respuesta medianamente satisfactoria. Por fin, hace unos años, Josu Garai, insigne responsable de la sección de ciclismo de la competencia, y compañero habitual de mis salidas ciclistas hace ya bastantes años, me contó una historia que me convenció, y que he considerado, desde entonces, el auténtico origen del vocablo. Más adelante se lo conté a Bernardo Salazar, ilustre historiador deportivo, y le pareció la mejor explicación que había oído, lo que me reafirmó en la teoría.

Tradicionalmente, en las fiestas de los pueblos, verbenas y celebraciones varias, era habitual, mediado el siglo XX, que los vendedores de globos se movieran en bicicleta, arrastrando detrás de ellos una nube de colores que hacía las delicias de los niños. Los más sofisticados los hinchaban con un tanque de helio, que llevaban atado en la parrilla, pero también era habitual que los balones de goma se inflaran con la bomba de aire de la bicicleta, para que fueran más baratos. Lo que convirtió su profesión en un término despectivo nació en el momento en que el vendedor arrancaba la bici. Los globos voladores se convertían entonces en un ancla y cada pedalada costaba el alma. Así que, hace ya muchísimos años, un espectador de una carrera popular se hizo el gracioso y comparó el pedaleo cansino del último del pelotón con el esfuerzo titánico del que arrastraba los globos en la feria. Con el tradicional boca a boca que tan bien funciona en la cultura popular de este país, el término globero se convirtió en la definición perfecta del quiero y no puedo.


Y para que nadie se queje de que escribo artículos que no tienen nada que ver con la NFL, doble salto mortal, con tirabuzón. Creo que todas las partes que están negociando el nuevo convenio están actuando como globeros. Son esclavos de unas exigencias desproporcionadas que les impiden avanzar hacia un acuerdo. No es una tontería, ni una broma. Esta negociación solo tendrá éxito si no hay vendedores ni vencidos, si las dos partes son capaces de pinchar los globos que les frenan. El motivo es muy simple: si una de las dos partes se sale con la suya, y consigue que los contrarios firmen una capitulación humillante, el convenio que salga de ahí no solo tendrá una vida muy corta, sino que provocará que la siguiente negociación, en dos, tres o cuatro años, sea aún más sangrienta que la actual. Será un Tratado de Versalles deportivo.

Creo que Stan Lee debería inspirarse en Roger Goodell o en DeMaurice Smith para crear el nuevo personaje estelar de ‘La Casa de las Ideas’: el Globero Fantasma.

Escribir este artículo me ha provocado una terrible sugestión. Vuelvo a sentir algo moviéndose en mi oído izquierdo. Os dejo. Me voy corriendo a ver al médico de la empresa. Cada vez estoy más seguro de que un alien pretende sorberme el cerebro.

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