En el cielo

Os confieso que nunca me ha caído bien Ochocinco. Ni siquiera cuando era Chad Johnson. Siempre ha sido un jugador follonero, pero sin gracia. Todo lo contrario que Terrell Owens, que siempre que las liaba pardas lo hacía con originalidad y humor. También asumo que, para la mayoría, TO y Ochocinco están en el mismo carro.

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Pero el domingo cambio completamente mi percepción del receptor de los Bengals. Y pensé que, en el fondo, es igual de buen tipo que TO, igual de infantil, de bocazas, tal vez sin la misma gracia, pero seguro que con el mismo buen corazón.


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Esta no es una historia navideña. Es un drama de muerte, de discusiones familiares y de niños huérfanos. De familias rotas y de pérdida en la flor de la vida. Y Chad, otro niño grande, de esa raza de receptores que siempre han existido, con más ego que una soprano y más afán de protagonismo que un pavo real, se mostró tal cual es. Un buen tipo.

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En el segundo cuarto de la derrota de los Bengals ante los Chargers, Chad anotó un touchdown impresionante. Seis puntos tras un pase de 49 yardas que terminaron con él de rodillas, en un momento escalofriante, con todo el estadio en silencio y sus compañeros sin atreverse a abrazarle. Fue el instante en el que yo fui realmente consiente de la muerte de Chris Henry. Me quedé helado, mirando la televisión, con esa sensación descorazonadora que producen las grandes desgracias. Y fue Ochocinco, Chad Johnson, en un acto de amistad sincera, de dolor supremo, el que nos abrió los ojos al drama. El que, tras el éxito, nos enseñó que nada vale más que una vida. Que el mayor triunfo se esfuma frente a la muerte.

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Y, desde ahora, cada vez que vea a Ochocinco, un niño alegre, travieso, con ganas de bronca y afán de protagonismo, recordaré sus lágrimas cuando, abrazándose a todos sus compañeros con el desconsuelo que sólo se siente tras una gran pérdida, atravesaba la banda hasta llegar a su banco, abrumado, y se derrumbaba. Con la cabeza entre los brazos, intentando esconderse del mundo, rompio a llorar, ya destrozado, con lágrimas que goteaban hasta el suelo. La perra de un niño que ha perdido a su mejor amigo. El dolor de un jugador que, con todas sus cosas, es, sobre todo, compañero.

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Mirad, es Navidad y, digan lo que digan, yo si creo que el mundo en el que vivimos, con sus injusticias y sus desastres, su maldad y sus penas, fue creado por un buen Dios, que nos mira con atención a cada uno. Y creo que nació en Belén, hace muchos años, y ahora, en el cielo, juega con Chris Henry un partido de football con recepciones imposibles en el último segundo y jugadas perfectas. Y Ochocinco, cuando miraba llorando al cielo, lo buscaba entre las nubes, saltando para alcanzar balones inverosímiles a una mano.

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A principio de temporada fiché a Chris Henry para mi equipo de fantasy. Estaba seguro de que éste iba a ser su año, con la defensa doblando sobre Ochocinco y Palmer, ya recuperado de su lesión, buscándole una y otra vez para que, por fin, demostrara que era uno de los grandes receptores de la NFL. Pero la realidad ha sido mucho más dura. Henry se ha marchado tras otra temporada gris, llena de lesiones, culminada en un drama.

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Ochocinco, muchas gracias, tú, el más gamberro, el menos correcto, me contaste, en un segundo, la mejor historia de amistad de estas tristes Navidades.

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mtovarnfl@yahoo.es

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