Aventuras en la carretera: Cuando el viaje es el destino
Trazamos una ruta a través de obras como Half-Life 2, Final Fantasy X o The Last of Us para explorar y definir el concepto de road trip interactivo.
Un aviso que nunca sobra: aunque vamos a intentar mantener este texto lo más ligero posible en lo que a spoilers se refiere, nuestro punto de partida hoy va a ser el final de Half-Life 2. Y lo es porque, a pesar de los más de quince años transcurridos desde que Valve nos sorprendió con su revolucionario desarrollo y —a según qué jugadores— también nos frustró con su conclusión en clave de cliffhanger, todavía hay pocos ejemplos mejores a la hora de tratar el concepto de videojuego como viaje que adquiere valor en el proceso de alcanzar el clímax y no durante éste.
Sí, cuando juegas a un Mario, no lo haces porque quieras salvar a Peach —aunque, ya puestos, también sea un objetivo—, sino por la diversión que te ofrecen sus niveles y mecánicas. Pero a lo que nos referimos aquí es al viaje como un recorrido más tradicional, prolongado en el espacio y el tiempo, que sirve tanto para descubrir nuevos lugares o culturas como para favorecer la introspección y la evolución de los personajes o incluso el propio jugador. Juegos que podríamos definir como equivalentes de las road movies o de la literatura épica (La Odisea, El Señor de los Anillos), aunque marcados por tantas o más peculiaridades propias que por similitudes. Así que partamos al encuentro de G-Man y veamos qué aprendemos de camino.
La fuga de Ciudad 17
A su llegada en 1998, el primer Half-Life había sido precedido por First Person Shooters de la talla de DOOM, Quake o GoldenEye, pero eso no le impidió despuntar gracias a su derribo de las separaciones artificiales entre niveles para ofrecer una aventura inmersiva. Exploración, acción y narración se entrelazaban en un todo orgánico desde que acudíamos a nuestro puesto de trabajo y activábamos manualmente un experimento con catastróficas consecuencias hasta que éramos teletransportados a otra dimensión tras horas de supervivencia entre aliens y soldados que acudían a limpiar cualquier evidencia —incluidos nosotros—. Todo ello sin secuencias ni elipsis temporales. Un viaje ininterrumpido en el que dábamos cada uno de los pasos y tomábamos cada una de las decisiones de un Gordon Freeman que no se mostraba en pantalla —ni articulaba palabra— para que el jugador se fundiese mejor con él.
Suceder con éxito a un juego no solo de semejante calidad, sino también rompedor en su uso de las herramientas del medio era complicado y Valve lo sabía. Así que hicieron falta seis años, un cambio de motor y una reconceptualización casi completa para recapturar el impacto inicial. Su respuesta fue cambiar las claustrofóbicas instalaciones de Black Mesa por todo un mundo bajo el yugo de un régimen totalitario. Una amenaza de carácter más humano a pesar de su origen alienígena, inspirada tanto por fantasías distópicas futuras como por conflictos reales pasados. Ciudad 17 ilustraba el nuevo statu quo de la Tierra, una pesadilla en relativa calma donde los habitantes no huían de monstruos extraños por las calles, sino que eran forzados a vivir en un estado policial sin derechos o libertades de ningún tipo.
En este nuevo contexto, mucho más amplio en escala, pero de naturaleza tan o más opresiva que el de Black Mesa, la segunda aventura de Gordon Freeman se convertía en un viaje en un sentido más polisémico de la palabra. Uno que nos hacía recorrer las calles de la capital y el interior de sus edificios, pero también las vías ferroviarias, los sistemas de alcantarillas, los largos canales que nos distanciaban de la ciudad, una localidad vecina completamente infestada de zombis e incluso varios kilómetros de carretera por la costa. Un peregrinaje que requería usar vehículos —un hidrodeslizador y un coche bastante rudimentario— para salvar grandes distancias, y que ampliaba la variedad y riqueza del mundo en cada parada, poniendo el foco en diferentes ambientaciones, mecánicas o personajes antes de reanudar la marcha.
Half-Life 2 fue lanzado dos años después de Grand Theft Auto III, uno y medio después de Morrowind y varios meses después de Far Cry, títulos bastante más extensos en términos puros. Sin embargo, el juego de Valve volvió a despuntar gracias a su meticulosa construcción del viaje como una experiencia visual, jugable y narrativa sin costuras. Una épica que conseguía ser tal no a base de simplemente ampliar el espacio virtual, sino de hacer de cada paso por él memorable y a la vez capaz de fluir de forma natural hacia el siguiente. Así que llegado el final, cuando en nuestro intento de detener al Dr. Green causábamos una gran explosión y G-Man intervenía para sacarnos de forma abrupta —sin posibilidad de rescatar a nuestra compañera Alyx—, resultaba anticlimático, pero no arruinaba la cadena de eventos precedentes, necesarios para llegar hasta ese punto y desbaratar los planes de la Alianza.
No podemos avanzar sin retomar el mutismo de Gordon Freeman, decisión artística que desde siempre ha tenido sus fans y sus detractores, pero que, de nuevo, facilita la inserción del jugador. Y es que, además de las diferencias que puede marcar con otros juegos, Half-Life 2 también ilustra una propiedad muy específica de este medio: a diferencia de la literatura, el cine o la televisión, los videojuegos no necesitan usar el viaje como catalizador para el aprendizaje y la evolución de personajes concretos, con arcos bien definidos, también pueden centrarse en el propio jugador y convertirlo en el beneficiario de la experiencia. Al final de la aventura no tenemos ni idea de qué aporta a Gordon Freeman porque lo importante es qué nos aporta a nosotros.
La problemática del mapamundi
Huelga decir que centrarse de ese modo en el jugador es una posibilidad, no una imposición, y la mayoría de juegos con viajes transformativos lo son con la vista puesta en uno o varios personajes predefinidos. Mucho antes del segundo o el primer Half-Life, los RPG ya se caracterizaban por ofrecer épicas que se extendían a lo largo de varios continentes, con los japoneses en particular dando vida a repartos corales cada vez más elaborados, aquejados por conflictos más complejos. No obstante, su evolución rara vez era consecuencia del viaje como tal: en los días de 8, 16 e incluso 32-bits, países enteros se enfocaban desde la distancia y se podían cruzar en pocos minutos porque, salvo excepciones puntuales, eran mero trámite. Un punto de unión para ofrecer contexto y libertad —real o ilusoria—, pero normalmente sin un impacto comparable al de las ciudades y las mazmorras en la narrativa.
Era una fórmula muy eficiente para conseguir un determinado tipo de ritmo y escala, pero con la evolución del desarrollo 3D derivó en una pequeña crisis conceptual y una separación cada vez más grande entre el rol japonés y el occidental. De esta época es Final Fantasy X, JRPG estrenado dos años y medio antes que Half-Life 2 que también encaja bastante bien en la categoría de road trip —mejor incluso—, aunque lo hace usando una metodología bastante diferente: esta vez la historia trataba literalmente sobre una peregrinación, excusa que sirvió a Square para desechar por completo el mapamundi y conectar pueblos y mazmorras a través de caminos.
El resultado fue una entrega más restrictiva —aunque hacia el final permitiese el backtracking vía menú—, pero tan bien o mejor ajustada a sus pretensiones narrativas. Tidus, protagonista traído desde otro mundo para compartir con el jugador un desconocimiento total sobre Spira, era guiado por el resto del grupo a través de los puntos clave que necesitaba recorrer Yuna en su misión para conseguir los Eones y detener a la criatura Sinh. La linealidad, por tanto, tenía más sentido que la exploración libre, y el cambio en la estructura permitió hacer una excursión literal para centrarse en las idiosincrasias culturales y las dinámicas grupales, reforzando la gravedad de las revelaciones en cuanto el juego encaraba su recta final.
Gracias a un inteligente matrimonio entre guion y diseño, Final Fantasy X fue capaz de sortear los problemas de la reconceptualización del mapamundi y ofrecer un viaje digno de recordar, aunque años más tarde Final Fantasy XIII ilustraría las consecuencias de una ejecución menos eficiente. Aquí cabe recordar, además, que nuestro objeto de estudio hoy son precisamente los viajes con un rumbo específico durante todo o la mayor parte del desarrollo, no los juegos con exploración libre y/o cambio de destino de forma regular (véase, por ejemplo, Zelda). De nuevo, el término road trip resulta conveniente como atajo, y como recordatorio de que esta clase de estructura tiende a ser más apta para otros medios si no se quiere restringir la libertad del jugador. Aunque para todo hay excepciones, así que hablemos de Xenoblade Chronicles.
Big in Japan
Creada por Monolith Soft para Wii hace ya una década, la primera entrega de la saga aún hoy es una de las mejores muestras de road trip rolero. Tras unos desafortunados eventos en su pueblo natal, Shulk y Reyn se embarcaban en una aventura que cruzaba de forma secuencial todo el mundo, con la particularidad añadida de que dicho mundo estaba formado por dos gigantes, Bionis y Mekonis, y las regiones eran partes de los cuerpos que conectaban directamente con otras. El progreso no tenía la fluidez de Half-Life 2 y requería pantallas de carga o algunas transiciones vía secuencias, pero sí ofrecía continuidad a la vez que permitía una escala inusual en juegos lineales. Porque sí, Xenoblade es lineal, al menos en lo que a desarrollo principal se refiere, pero lo camufla con grandes extensiones a cada lado del camino y la posibilidad de “romper” la coherencia narrativa para teletransportarnos a cualquier lugar previo, posponiendo temporalmente el viaje mientras hacemos secundarias.
De este modo, el jugador podía apartarse del camino y explorar a placer durante horas y horas, pero también regresar a él para seguir una aventura más convencional, viendo cómo Shulk y compañía interactuaban con diferentes razas y culturas, descubrían los inevitables giros de guion y evolucionaban para superar las adversidades. El énfasis en el propio grupo también fue clave, con un sistema de afinidad que mejoraba las relaciones mediante las mecánicas y permitía acceder a conversaciones opcionales para profundizar más tanto en los personajes como en diferentes rincones del mundo. Algo que nos da pie a volver a Final Fantasy una vez más antes de dar carpetazo a los JRPG. Porque uno no puede hacer un texto sobre road trips sin mencionar la entrega que literalmente va sobre viajes por carreteras.
Planeado inicialmente como spin-off y más tarde ascendido a entrega principal, Final Fantasy XV narra la expedición de Noctis y su séquito desde Insomnia hacia Altissia, ciudad en la que el príncipe debe contraer matrimonio con su prometida, Lunafreya. Como decíamos, el juego es un raro ejemplo —al menos dentro del rol— donde el road trip tiene lugar sobre asfalto, con coche para circular entre los puntos clave de un mundo que, eso sí, como resultado es menos denso si nos animamos a salir de las carreteras. Aunque de naturaleza muy diferente a XIII, XV también fue una entrega aquejada por algunos problemas jugables y narrativos más severos que otros Final Fantasy, pero si hay algo en lo que triunfa, definitivamente es en la camaradería fraguada con Gladiolus, Ingnis y Promto por el camino.
Los diálogos espontáneos que intercambian durante la exploración; las acampadas nocturnas para comer algo y reponer fuerzas; el sistema de fotos automatizadas que rememoran varios momentos de cada día; las penurias a las que se enfrentan cuando las cosas se tuercen en Altissia y la aventura toma un nuevo rumbo; las rencillas, reconciliaciones y reencuentros que marcan la recta final... Final Fantasy XV es un juego complicado, que incluso tras varias actualizaciones gratuitas y expansiones de pago no termina de hacer justicia a algunos de sus personajes y eventos más importantes. Pero cuando se trata del cuarteto protagonista, el viaje sí merece la pena.
El padre triste
Aunque si hablamos de afianzamiento de relaciones, un viaje que tampoco se puede dejar de comentar es el de Joel y Ellie. Desde su estreno en 2013, se ha hablado y escrito tanto sobre The Last of Us que cualquier cosa que digamos ahora puede pecar de redundante, pero aun así vamos a arriesgarnos porque sigue siendo una de las muestras quintaesenciales de cómo encajar el concepto road movie en un videojuego con resultados efectivos a nivel jugable, estructural y emocional —más si cabe que su también excelente secuela—. Tan efectivos, que ahora la cadena HBO está intentado adaptar mediante ingeniería inversa lo que siempre encajó más como un drama televisivo que como una aventura tradicional.
A pesar de mantener los tiroteos en tercera persona y el uso de coberturas de Uncharted, The Last of Us supuso una ruptura casi total gracias al peligro y crudeza de la acción. La munición era mucho más limitada y esperar no servía para recuperar vida de forma automática, así que los preciados momentos de calma eran necesarios para buscar recursos y también valiosos para desarrollar los personajes. El juego, además, tomaba algunas notas de Half-Life 2 y ofrecía tramos mucho más largos de progreso ininterrumpido —secuencias aparte—, siguiendo horas literales de Joel y Ellie a través de calles, edificios y de vuelta a más calles, restringiéndose de abusar de elipsis que propulsasen la historia hasta otros eventos y lugares a un ritmo más “videojueguil”.
En otras palabras, buscaba lo cotidiano y se recreaba en él, asentando tanto el mundo post-apocalíptico como la dinámica de sus protagonistas sobre cimientos lo más firmes posibles. Los saltos entre estaciones venían después, para justificar tanto la geografía cubierta (de Boston a Utah) como para madurar todavía más la relación paterno-filial que se formaba por el camino. A pesar de la cantidad de emboscadas y vidas amigas perdidas, The Last of Us puntuaba con humor el contraste y la gradual evolución de protagonistas que se encontraban en un punto intermedio. Poco a poco, Ellie conseguía que Joel empezase a revertir hacia su antiguo yo como padre de familia con más preocupaciones que la mera supervivencia, algo que, a cambio, luego hacía todavía más dramática la intervención de zombis, saqueadores o incluso caníbales que ponían en riesgo tanto la seguridad como la inocencia de Ellie.
Al final del largo viaje, tras horas que parecen semanas por el grado de familiaridad alcanzado, el juego permite a Joel tomar una decisión que muchos calificarían de cuestionable. Al saltar los créditos, es difícil evitar una sensación agridulce, y no solo por lo que implica a una gran escala, sino por la sombra que deja planeando sobre la relación y el terreno que prepara para la secuela. Pero es, no obstante, una decisión consecuente con el relato que se ha presentado y desarrollado mientras teníamos el mando en las manos para acompañar a este dúo. A un nivel temático, The Last of Us nunca fue realmente sobre zombis, y el final no iba a cambiar eso.
Ruta indie por Kentucky
Claro que los viajes memorables no son solo cosa de superproducciones, y para muestra, Kentucky Route Zero. Creado por Cardboard Computer —estudio formado por tres personas— y lanzado de forma episódica entre 2013 y 2020, esta aventura narrativa hace y deshace a su gusto los tópicos de las road movies, los videojuegos o incluso la narración como expresión artística y no meramente informativa. El mundo de Kentucky es onírico y simbólico, no teme descolocar al jugador porque sabe que en el proceso de reubicarse puede encontrar algo nuevo. Sería fácil decir que es a otros juegos de viajes lo que David Lynch a los demás directores de cine, aunque quizá resulte más apropiado compararlo con la poesía frente a la prosa.
Conway, repartidor a punto de retirarse, dista de compartir el mutismo de Gordon Freeman y participa en largos diálogos con otros personajes para averiguar dónde entregar su último paquete. El problema es que la dirección parece deliberadamente esquiva, así que el jugador queda a expensas de crear su propio camino de forma figurada y literal. No hay disyuntiva entre respuestas correctas y respuestas falsas a las preguntas, ni hay una ruta adecuada y otras que nos lleven a puntos muertos para luego dar media vuelta en el mapa. No hay puzles que requieran devanarse los sesos, ni llaves que deban ser encontradas para abrir cerraduras. Lo que Kentucky Route Zero pide al jugador es tan sencillo como avanzar y descubrir.
Rechazar de este modo convenciones tan habituales en los videojuegos es la carretera más corta hacia el cuestionamiento sobre hasta qué punto lo es en primer lugar, pero la búsqueda del número de 5 de Dogwood Drive no funcionaría en otro medio. Kentucky permite sumergirse en un río lleno de encuentros mundanos y apariciones inexplicables, de flashbacks y de flasforwards, de cambios de perspectiva y cambios de personaje. ¿El trabajo del jugador? Mantenerse a flote y nadar hacia el siguiente evento con el objetivo de sacar un mensaje común, un hilo conector. Pronto Conway deja de ser la única persona que busca Dogwood Drive, pero qué significa para cada uno llegar allí es algo que solo toma forma concreta a medida que interactuamos con el mundo y decidimos el rumbo de las conversaciones.
Si todavía no lo habéis probado, esta explicación puede dejaros con más preguntas que respuestas, pero es algo intencionado. Kentucky Route Zero es una obra experimental que juega tanto con su formato como con sus ideas, aunque en ningún momento deja de ofrecer un viaje significativo si entramos en él precisamente para eso, para ver a dónde nos lleva ese viaje más allá de cual sea el destino. Es justo lo que hace la poesía, poner en palabras imágenes y conceptos sin el detalle ni la precisión de la prosa para que luego cada uno pueda sentirlos e interpretarlos a su manera, de una forma personal. Del mismo modo, las rutas de esta versión ficticia de Kentucky no conducen tanto a un lugar físico, más alejado de nosotros al principio que al final, como a un conocimiento que debe nacer desde nuestro interior en el proceso de acercarnos. Así que explicarlo es, en cierto modo, perder de vista su objetivo.
El género Strand
¿Todavía seguís ahí? Genial. Pues como recompensa, acabaremos con algo un poco más convencional y digerible. Acuñado por Hideo Kojima como el primer juego perteneciente al género Strand, Death Stranding también nos pone en la piel de un repartidor, Sam Porter Bridges, que debe entregar mercancías de todo tipo en un mundo asolado por un cataclismo de naturaleza indeterminada. A diferencia de Kentucky Route Zero, aquí el proceso de reparto no es una simple excusa para lanzarse a la carretera, es un sistema jugable importante, condicionado por montones de variables como el terreno, el equipamiento o la climatología, que el jugador debe aprender a dominar —o, como poco, a contrarrestar—.
En Death Stranding hay enemigos, tanto humanos como extra-sensoriales o incluso algunos jefes al uso. Pero el mayor obstáculo a la larga es literalmente el suelo bajo nuestros pies. Intentar escalar rocas muy pronunciadas, bajar demasiado rápido por una pendiente o pisar una zona profunda de un río son errores que se pagan con caídas y el deterioro de las mercancías. Eso sin olvidar que el peso de éstas también influye, y debe ser tenido en cuenta a la hora de cargar equipamiento adicional como cuerdas, escaleras o puentes necesarios para avanzar a través de lugares donde simplemente caminar no pasa el corte. Aquí es donde entra en escena una de las acepciones de Strand, término polisémico que referencia el componente metafísico que sustenta la mitología del título y el componente social que conecta tanto a jugadores —unos se pueden beneficiar de los objetos y estructuras dejados por otros— como a los supervivientes desperdigados por los restos del país.
Poco después de empezar el juego, Sam se embarca en un viaje de costa a costa de Estados Unidos —o al menos una recreación muy concentrada— para, además de seguir con los repartos ordinarios, restaurar terminal tras terminal una red de comunicaciones que cruce todo el continente y permita a la humanidad volver a unirse para restaurar la civilización y salir de la edad oscura en la que cayó tras el cataclismo. Naturalmente, como en todo juego de Kojima, la historia va más allá de esa premisa y se detiene a filosofar sobre otros temas. Pero al margen del gusto de cada uno por aspectos como la exposición de su pseudo ciencia o la caracterización de algunos personajes, algo difícilmente cuestionable es el magnetismo del mundo en sí. Desolado, pero bello; variado en sus tipos de terrenos y desafíos; satisfactorio de conquistar paso a paso, durante largos paseos de soledad introspectiva.
No cabe duda de que Death Stranding requiere ser encarado con una mentalidad muy específica, ni que es fácil detectar cierta disociación entre el grueso de la propuesta y otras partes que están para marcar casillas “de juego”. Ni tampoco que la fidelidad gráfica desempeña un papel clave que perderá impacto con el paso de los años. Pero detalles como la claridad con la que escuchamos caer cada gota de lluvia sobre la ropa y la mercancía, la extrema capacidad para transmitir a través del mando las propiedades físicas de Sam y su entorno, el confort de ver un refugio en la distancia cuando llevamos en marcha muchos minutos o el medido uso de música licenciada para puntuar que estamos a punto de lograr otro avance significativo consiguen elevar la experiencia del viaje por encima de sus excesos o carencias.
- Acción