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Un fabuloso ilusionista

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Una generación de aficionados al fútbol llegó tarde a la carrera de Di Stéfano, pero a su debido tiempo a la de Amancio, jugador bandera del Real Madrid en los años 60 y puente de dos épocas del equipo, el que ganó cinco Copas de Europa consecutivas y su sucesor, conocido como el equipo de los yeyés, término juvenil que triunfó en aquella década de potentes cambios sociales, culturales y estilísticos.

Antes de verle en la televisión, lujoso electrodoméstico que no invadió los hogares españoles hasta la segunda mitad de aquella década, intuíamos la categoría de Amancio por una simple combinación de datos: su relevancia era constante en las crónicas de los partidos y a los narradores radiofónicos se les agitaba la voz cuando recibía la pelota. Todo eso espolvoreado con las imágenes del NO-DO que se proyectaban en los cines antes de las películas.

A la chavalería le traían al pairo las inauguraciones de pantanos, pero esperábamos ansiosos los breves momentos reservados al deporte. Si ese día tocaba fútbol, mucho mejor. Eran habituales fragmentos de los partidos del Real Madrid, sobre todo si correspondían a una gran noche europea, donde se podían adivinar algunas de las habilidades de Amancio que hasta entonces solo nos llegaban de oídas.

Antes de que descubriéramos su peculiar genialidad con la pelota, a la que trató como un fabuloso ilusionista –”ahora está, ahora no está”-, nos enganchó su nombre: Amancio. Sonaba rotundo, sonaba futbolero, sonaba a jugador caro, sonaba de maravilla. En una pirueta mental, no costaba nada imaginar su nombre en una gran delantera brasileña: Amancio, Gerson, Tostao, Pelé y Rivelino. Cosas de críos enfermos de fútbol.

Luego le vimos, favor que nos hizo la televisión, y Amancio se parecía como una gota de agua al jugador que habíamos imaginado. No nos habían mentido, y en cuanto a la evocación brasileña del jugador gallego tampoco iba desencaminada. Descubrimos una ligereza bailona, un delantero de paso corto y cintura de goma, además de la escurridiza cualidad para infiltrarse entre los defensas como si les atravesara un holograma.

Amancio venía de Galicia y había jugado en el Depor. Por las misteriosas razones que presiden el fútbol, los años 60 alumbraron la fama de dos extraordinarios futbolistas gallegos -Luis Suárez, estrella del Inter de Milán, y Amancio- y de Marcelino, delantero centro del Zaragoza, mítico autor del gol a Yashin en la final de la Eurocopa de 1964 y gallego de ley.

Mientras la hinchada del Madrid se debatía entre pirristas y velazquistas, el emblema del equipo era Amancio. A cualquiera aficionado, del Madrid o no, le parecía que el manto de Di Stéfano lo había recogido Amancio. Suyo fue ese intangible especial que atribuye a jugador un aura de respeto que sólo él posee. Durante toda aquella década, en la que ni el Madrid, ni ningún equipo español podía fichar extranjeros, Amancio fue el mascarón de proa del equipo.

En su esplendor, mereció compararse con los mejores del mundo. Si no fuera por la fascinación que el fútbol inglés producía en el resto de Europa, fama tantas veces inmerecida, no se entiende el trato que recibió Amancio en algunas ediciones del Balón de Oro. En 1964, ocupó el tercer puesto en las votaciones. Se eligió al escocés Denis Law , integrante del Manchester United, que ni tan siquiera participó en la Copa de Europa. Amancio ganó la Liga con el Real Madrid, la Eurocopa con la selección española, fue finalista en la Copa de Europa y Pichichi en la Liga.

El Real Madrid ganó la Copa de Europa en 1966 y el nombre de Amancio se asocia al equipo de yeyé. No lo era por edad. Contaba 26 años y llevaba cuatro años en el club, traspasado por el Deportivo. Estaba en el cénit de su carrera, distinguida por su habilidad, su veloz primer paso, la astucia y regates, precedidos por sus famosos amagues de cintura. Nunca le faltó olfato para el gol, ni para generar en los rivales el temor que sólo alimentan los cracks.

Por desgracia, eran años donde el temor solía anticipar el terror, tiempos donde los jugadores de clase se exponían a cualquier salvajada, como la cosa más natural del mundo, perversión que abonó el terreno a jugadores como el paraguayo Pedro Fernández, autor de la criminal entrada que perforó la pierna de Amancio y le segó el cuádriceps. No hubo tarjeta, ni roja, ni blanca. Hoy estaría al borde del delito penal.

Aquella tarde de 1974, en Los Cármenes de Granada, no cerró la carrera de Amancio, pero sí la alteró. Dos años más tarde, se retiró del fútbol. Se despedía un jugador deslumbrante, uno de los mejores que ha dado el fútbol español. Se va ahora, pero no la memoria de su nombre y sus prodigios. ¡Amancio, qué jugador¡