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NEW YORK KNICKS

El orgullo del Madison: ¿oportunidad perdida o resurrección?

La temporada de los Knicks terminó en semifinales, con el equipo físicamente destruido y ante un rival a priori inferior.

Actualizado a
El orgullo del Madison: ¿oportunidad perdida o resurrección?
ELSAAFP

Los Knicks perdieron de 30 puntos el cuarto partido de la serie de semifinales de Conferencia ante los Pacers. Ese día, Josh Hart jugó algo más de 23 minutos. Eso sí, antes de eso el alero sumaba 11 partidos consecutivos superando la barrera de los 40, nueve en playoffs más los dos últimos de regular season. En cuatro de los nueve de la fase final no descansó ni un segundo: tres noches de 48 minutos y una de 53, con prórroga. En total, el alero disputó en ese lapso de tiempo 496,86 minutos de 533 posibles. Una absoluta barbaridad, contando además el desgaste físico que supone estar en batallas de una igualdad máxima, con todos esos duelos decididos por 11 o menos puntos y el nivel en los dos lados de la pista que exigen unos playoffs que han sido encarnizados para los Knicks, que ganaron el quinto y perdieron el sexto... en el que Hart se lesionó del abdomen y se unió al elenco de jugadores neoyorquinos que se encontraban con problemas físicos, muchos de ellos definitivos. La pregunta es: ¿Alguien se sorprendió de que esto ocurriera?

Tom Thibodeau siempre ha sido fiel a sus ideas. Demasiado. Su modus operandi es muy concreto, buscando la simplicidad en ataque y el ahogamiento por extenuación a sus rivales en una defensa que siempre le ha acompañado como gran logotipo. Experto como asistente de Doc Rivers en ese lado de la pista, fue el responsable de tejer la tela de araña que tanto molestó a Kobe Bryant en 2008, durante la consecución del último anillo de los Celtics. Siguió en el equipo hasta 2010, con otras Finales ante los Lakers que esta vez acabaron en derrota. Entonces, aceptó por primera vez el puesto de primer entrenador en los Bulls, a los que llevó a las finales de Conferencia en 2011, las primeras desde la etapa de Michael Jordan. Luego, Derrick Rose se lesionó y el técnico no ha regresado a dicha ronda, ni en Chicago ni en Minnesota. Y se ha convertido en lo que es hoy: un entrenador cortoplacista, perfecto para levantar proyectos y de convertirlos en competitivos, pero nunca en ganadores. Un hombre que quema muy pronto a sus plantillas y cuyos finales allá donde está dejan siempre la sensación de que se podrían hacer mejor las cosas. El problema de Thibodeau es que sólo sabe hacer las cosas de una manera. Tan solo de una. La suya.

El entrenador tiene muchos argumentos y cuando ha estado en el paro siempre ha encontrado trabajo rápidamente. Solicitado, con fama de tipo duro y mucha energía, fue él mismo el que renunció al amor y a cualquier vestigio de vida social para dedicarse en cuerpo y alma al baloncesto. Y también posee algún otro hito, aunque sea leve: fue asistente durante 20 temporadas, tiene un profundo conocimiento del baloncesto y lleva casi 15 años como técnico principal con dos breves descansos: la 2015-16 y la 2019-20, cuando salió de Bulls y Wolves para fichar por Wolves (valga la redundancia) y Knicks. En nueve de sus 12 temporadas clasificó a sus equipos para playoffs, algo que incluso consiguió hacer en Minnesota, una ciudad que hoy sueña con el anillo pero que en 2018 llevaba 14 años consecutivos sin pisar la fase final. Dos veces Entrenador del Año (2011 y 2021), también dirigió a la Conferencia Este en el All Star de 2012. Y fue asistente de los Knicks que llegaron a las Finales en 1999 y del Team USA (de 2013 a 2016) con el que conquistó el oro en el Mundial de 2014 y en los Juegos Olímpicos de 2016.

Pero, pero, pero... Todo son peros para Thibodeau, que con 66 años podría estar entrenando a su último equipo en la NBA. Un hombre paciente que esperó dos décadas a la sombra antes de dar el salto y que se ha hecho famoso por dar una de cal y una de arena: minutadas sin sentido a jugadores en partidos ganados o perdidos, resueltos para bien o para mal. Y un desgaste físico que termina provocando un quemazón enorme en sus jugadores. Además de llegar, con toda la lógica del mundo, con toda la plantilla muy desgastada a un final de temporada en el que la rotación pasa de nueve a siete jugadores, pero con los dos del banquillo saliendo un tiempo muy breve, el que tienen de descanso los titulares. Y todo eso, ojo, no ha impedido que disfrutemos de los mejores Knicks de, probablemente, el siglo XXI. Unos que han sido verdaderamente emocionantes y han escrito una de las mejores historias de estos playoffs, con una primera ronda brutal contra los Sixers que desempolvó viejas rivalidades y un esfuerzo hasta la extenuación ante los Pacers. Que han ganado, simplemente, esperando a que su rival se hundiera. Y en el séptimo partido. Bastante han aguantado.

El Madison vuelve a vibrar

Los Knicks han recuperado el orgullo, el pundonor. La historia perdida en una marejada de recuerdos y pavesas que incendian la piel y bucean en el olvido. Ahí ha resucitado el honor de una franquicia que lo ha sido todo en la NBA, por historia y referencia, por situarse en Nueva York, llenarse de famosos, presumir del juego más cautivador del planeta en los años 70 con Red Holzman y volver a intentarlo en unos 90 en los que se la vieron y se las desearon con Michael Jordan y con Pat Riley apuntalando un estilo que es el que más gusta en la Gran Manzana: garra, rebote y defensa. En el Madison dan igual las anotaciones bajas o el ritmo lento, casi tedioso. Lo importante es el corazón, el orgullo, la perseverancia y la pericia. Seguir hasta las últimas consecuencias, con el coraje por bandera y el público envalentonado. Y esto, por encima de todo, es lo que sí han tenido los Knicks de Thibodeau. A los que no se les puede reprochar nada: han luchado hasta el final y han muerto con las botas puestas. Como gladiadores en la arena.

El equipo neoyorquino ha llegado a las 50 victorias por primera vez desde la 2012-13 y por segunda en todo el siglo XXI. En la 1999-00 se hizo por última vez en el último ramalazo del proyecto de Patrick Ewing, esta vez entrenado por Jeff Van Gundy, un mal heredero y un mero imitador cuya tacañería para (intentar) emular a Pat Riley, todo hay que decirlo, dio sus frutos hasta cierto punto. Los Knicks han sido la mejor defensa de la Conferencia (vaya) y la segunda mejor de la NBA tras los Timberwolves (marca Thibodeau). En ataque no han sido buenos en (casi) nada: en el puesto 21 en porcentaje de tiros de campo, en el 14 en porcentaje de triples, en el 22 en porcentaje de tiros de 2, en el 17 en porcentaje de tiros libres, penúltimos en asistencias.... Eso sí, quintos en rebotes, otra marca procedente del banquillo, de un hombre obsesionado que es ahí donde se ganan los partidos.

La simplicidad ha sido el mantra del ataque y se ha apoyado en el talento individual de Jalen Brunson, que ha resuelto a base de calidad y muchos aclarados los finales apretados. El base, convertido en estrella tras salir de los Mavericks y escapar de Luka Doncic, ha promediado 28,7 puntos, 6,7 asistencias, un 48% en tiros de campo, un 40% en triples y momentos de emoción que nadie olvidará ya nunca. Quinto en la votación para el MVP, ha sido All Star por primera vez en su carrera. Y es, seguro, el hombre del futuro de los Knicks. Aunque también ha sufrido de la forma de hacer las cosas de Thibodeau: 40 minutos por partido en playoffs, una barbaridad para un jugador que tiene tanto tiempo el balón en las manos. Ahí, promedió más de 32 puntos, llegando a los 40 en cuatro ocasiones consecutivas. Pero acabó lesionado, como muchos antes que él, y físicamente destrozado tras forzar para jugar el séptimo partido. Algo que también hizo Josh Hart. Brunson es especial, cumplirá 28 años este verano y está en plena madurez. Y será la pieza fundamental para el futuro de los Knicks.

Un final amargo

Los Knicks dijeron adiós a la temporada de forma agridulce. En primera ronda protagonizaron una serie extraordinaria ante los Sixers que tuvo tintes de lo que en su día fue una rivalidad que marcó la NBA, con dos franquicias longevas, originales, capaces de escribir algunas de las mejores páginas de la historia. El tema se finiquitó en el sexto encuentro, pero los Knicks ganaron la serie por un acumulado de apenas un punto. Otro motivo más para la extenuación de los neoyorquinos, que llegaban, eso sí, ante los Pacers menos frescos de lo que esperaban. Todos los partidos los ganó el equipo local hasta el séptimo; lo primero, algo muy común en una Conferencia Este en la que la ventaja de campo tiene una ventaja tradicionalmente importante. Lo segundo, un motivo de inercia, de lógica pura: los Pacers ganaron a un rival que llegó destrozado al final.

El equipo de Tom Thibodeau, ya sea por la acción del entrenador o por la mala suerte pura y dura, ha visto como por el camino han caído un jugador clave como Julius Randle (que daba aire en la ofensiva más allá de Brunson), Mitchell Robinson (pívot titular, sustituido por Isaiah Hartenstein (más limitado, pero bravísimo en todo momento) y Bojan Bogdanovic, otro que llegó para permitir más opciones en ataque. Y por el camino cayeron OG Anunoby (un fichaje clave en el mercado invernal, pero víctima de las minutadas de su entrenador) y los ya mencionados Hart y Brunson, disputando los tres el séptimo partido ante los Pacers y forzando al máximo, pero pudiendo estar el primero de ellos sólo cuatro minutos en pista. Algo que supuso un bajón enorme para unos Knicks siempre a remolque y que se han visto en esa situación en más ocasiones durante la fase final, con miembros de la plantilla yéndose al túnel de vestuarios para luego regresar... o no.

La victoria de los Pacers fue por inercia, por insistencia. El ejercicio de fe de los Knicks finalizó en el tercer cuarto, cuando se llegaron a poner a 6 puntos de lo que parecía una nueva remontada, un ejercicio de supervivencia magnífico. Nada más lejos de la realidad: acabaron perdiendo de 21 puntos, sin fuerzas. Y asumieron la derrota con deportividad y sin alevosía. Nadie dijo nada del futuro: la plantilla, al completo, es buena. Tampoco nadie cuestiona, de momento, a Thibodeau, que sigue con la dinámica habitual en sus equipos y nunca suele aguantar la capacidad de sus jugadores a corto plazo. Entre otras cosas, porque la sostenibilidad de algo por el estilo es casi imposible de observar. Al final, todo el mundo cae. Pasaba antes y ocurre ahora. También ocurrirá en el futuro. Solo falta por ver como se maneja el entrenador si están todos sanos y si prefiere evitar semejantes palizas en pista o considerar una rotación más amplia para llegar mejor a final de temporada y modificar los resultados.

Los Knicks se crearon en 1946, en los albores de la BAA, que luego se transformó en la NBA. Han tenido épocas titánicas, históricas. Son uno de los mercados más grandes de la historia. Y, si bien no pisan las finales de Conferencia desde el 2000, sí que han mostrado la mejor cara en el último cuarto de siglo. La de un equipo más fiables y competitivo que el proyecto que lideró sin suerte Carmelo Anthony. Y, sobre todo, se han convertido en nuevos referentes del orgullo Knickerbocker, de esa identidad que ha definido siempre a un referente en lo baloncestístico y un ídolo en lo cultura. Y eso ha sido con los métodos de Thibodeau, la magia de Brunson, las minutadas de la intendencia, el sacrificio defensivo y un Madison que ha vuelto a ser, muchísimo tiempo después. el epicentro del mundo. Ahí están los Knicks, que a pesar de todo se han quedado otra vez sin pasar de semifinales. ¿Oportunidad perdida o resurrección definitiva? Eso, como todo lo demás, lo decidirá el tiempo. Así son las cosas.

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