El año olvidado de Kobe
Los Lakers cedieron el trono en la 2002-03, una campaña en la que Kobe dio un salto cualitativo, se puso por delante de Shaq, consiguió récords y batió marcas.
El fin del reinado de toda dinastía llega antes o después. Por errores propios o ajenos, factores internos o externos. Cosas que no se pueden controlar y otras que se podrían haber gestionado mejor. Los grandes equipos de la historia siempre se han movido por un fino hilo que separa la oportunidad del oportunismo, pero tienen el denominador común de haber conseguido que todo funcionara el tiempo suficiente como para convertir a una plantilla determinada y brillante en una histórica. Es lo que les pasó a los Lakers de Shaquille O’Neal y Kobe Bryant, que pasaron por muchos amagos de disolución hasta que se acabó el ciclo de forma definitiva, algo que tardó mucho en llegar si se tiene en cuenta la tumultuosa relación que tuvieron ambas estrellas, siempre de puntillas entre el amor y el odio, con muchos momentos grotescos que, analizados a posteriori, se transformaron en momentos icónicos que dieron como fruto tres anillos y cuatro Finales en ocho temporadas, cinco si contamos las que ambas estrellas pasaron bajo el gratificante cobijo que daba la eterna ala de un Phil Jackson que moduló el carácter de dos hombres indomable para que la NBA disfrutara del último three peat de su larga historia.
La situación duró lo que tenía que durar: en 1996, Shaquille O’Neal llegó a los Lakers abandonando unos Magic con los que había disputado las Finales de 1995. La misma temporada, Jerry West hizo malabares para dar su último servicio a los angelinos, que se hicieron con Kobe Bryant en el draft. El directivo, con más de 40 años de compromiso con la entidad, nunca vio devuelta su moneda, pero se fue un tiempo después con los deberes hechos y el bueno de una película que no llegó nunca a protagonizar desde su retirada como jugador, Jerry Buss mediante. Se juntaban entonces un pívot consolidado y un escolta que pronto dejó claro que quería ocupar el sitio más alto posible en la historia. Una lucha de egos que se mantuvo de forma constante y permanente, que nunca desapareció y que en la que no pudo poner orden Del Harris, un buen entrenador de temporada regular que no sabía solucionar momentos complejos en playoffs y que se marchó por la puerta de atrás para no poder ocupar más que puestos de asistentes en lo que le quedaba de carrera.
Phil Jackson, que se había tomado un año sabático tras su sexto y último anillo con los Bulls, llegó a los Lakers en la 1999-00 para prometer “tres o cuatro anillos” a Jerry Buss, que se quedó sorprendido por su descaro, y desplazar definitivamente a West de la toma de decisiones. Los angelinos llenaron entonces la plantilla de veteranos de lujo (AC Green, Ron Harper, John Salley...), algún burgués consolidado (Glenn Rice) y jugadores de rol que ya estaban o aterrizaban e irían cobrando cada vez más importancia (Robert Horry, Brian Shaw, Derek Fisher, Rick Fox...) para hacer un equipo competitivo que se paseó por las llanuras de los sueños para conquistar tres anillos consecutivos. Por el camino, disputaron series históricas de playoffs (las finales de Conferencia del 2000 y del 2002, ante Blazers y Kings respectivamente) y apabullaron a todo el que se puso por delante en 2001, con un 15-1 en playoffs y una victoria ante los Sixers de Allen Iverson, que fue el único que pudo con ellos en un sobreesfuerzo de 48 puntos que fue también una de las mayores exhibiciones de la historia de las Finales.
Los Lakers llegaban a la temporada 2002-03 cansados de ganar. El aura que envuelve a los grandes campeones es así, única e infatigable, y la regular season era un ejercicio demasiado tedioso para una plantilla que había ido perdiendo cada vez más miembros importantes mientras lo reducía todo a Shaq y Kobe, dos estrellas generacionales y dos de los mejores jugadores de todos los tiempos. Pero la Mamba Negra, harta de esperar su momento, se hizo definitivamente cargo de la situación mientras el pívot iba camino de los 31 años y empezaba a notar los estragos de su escasa ética de trabajo y los problemas con la alimentación. Una cirugía en el pie derecho y una lesión en un dedo del pie dejaba a O’Neal fuera de juego en los primeros compases de la temporada y Bryant aprovechó para hacerse con el control. En plenitud física, era su momento. Y nada ni nadie pudo ponerse por delante de un jugador que ascendió a los cielos y empezó a controlar todos los aspectos del juego, en ambos lados de la pista, para consolidarse como el mejor de su equipo (y de la NBA) y demostrar que el cambio de ciclo era necesario en una franquicia que reclamó como suya.
Una temporada de ensueño para Kobe
Los Lakers empezaron perezosos, caprichosos. Mal. La pretemporada se resolvió con un 3-5, pero no dejaba sacar conclusiones porque no está para eso. Todo empezó a torcerse después: 0-2 en octubre, 6-9 en noviembre y 7-8 en diciembre, con muchos problemas fuera de casa (4-13 de récord). En 30 partidos, el balance estaba en 11-19, el peor registro en los últimos nueve años. Pero no saltaron las alarmas: los angelinos estaban tranquilos a pesar de encontrarse en una preocupante parte baja de la Conferencia Oeste, con rivales que sí estaban bien (Spurs, Mavericks, Wolves, Kings...) y otros que no eran favoritos, pero también estaban mejores que ellos. Hasta el 22 de noviembre, fecha a la que tuvieron que esperar para la reincorporación de Shaq, Kobe promediaba 29,4 puntos, 8,8 rebotes, 6,2 asistencias y 2,4 robos, lanzando casi 26 tiros por noche y con más de 42 minutos en pista, además de conseguir tres partidos por encima de los 40 puntos, tres dobles-dobles y dos triples-dobles en 12 partidos. El récord era de 3-9 y nadie más participaba. Y las cosas tampoco mejoraron especialmente con Shaq.
Las cosas no cambiaron directamente, pero sí gradualmente. O’Neal empezó a carburar, Fisher entró tuvo cada vez más protagonismo, la intendencia mejoró y empezó a haber vestigios de lo que había sido un equipo campeón. En el parón del All Star el récord era de 24-23 y los Lakers eran novenos del Oeste. Para entonces, Kobe estaba ya inmerso en una de las rachas más grandes de la historia de la NBA: empezó el 6 de febrero, antes del parón por el Fin de Semana de las Estrellas, con 46 puntos ante los Knicks en el Madison, uno de los templos del baloncesto mundial. Y continuó después, ante los Nuggets por partida doble, con 42 y 51 tantos respectivamente. El escolta sumó nueve partidos consecutivos con 40 o más puntos y 13 por encima de los 35, algo que sólo Wilt Chamberlain había superado antes y que le ponía a la altura, un día más, de Michael Jordan. Los Lakers consiguieron un balance de 11-2 en esos duelos. En los nueve choques, Kobe se fue a 44 puntos, rozó el 50% en tiros de campo y superó el 47% en triples. Si contamos los 13, son 42,4 tantos de media. Antes de todo eso, el 7 de enero ante los Sonics, la estrella se fue a 45 con 12 de 18 en triples estableciendo el récord de la NBA de más triples en un partido, posteriormente igualado por Doney Marshall y superado, en plena era del triple, por Stephen Curry y Klay Thompson.
No se quedó ahí la temporada de Kobe: Michael Jordan visitó por última vez el Staples Center en la temporada de su retirada, tercera y esta vez definitiva. El escolta recibió a su ídolo, ese jugador al que ha imitado al milímetro, con 55 puntos, 15 de 29 en tiros de campo, 9 de 13 en tripes y 16 de 18 en tiros libres. Los angelinos se tuvieron que estirar hasta el final para transformar un récord de 11-19 en uno de 50-32, ganando 11 de sus últimos 13 partidos para acceder a la quinta plaza de la Conferencia Oeste y que analistas y aficionados empezaran a pensar que se les había dado por muertos demasiado pronto. En los últimos cuatro partidos (3-1 de balance), Kobe consiguió 34, 36, 32 y 44 puntos con más del 51% en tiros de campo. Los Lakers acabaron con un 8-2 de récord, lo que les sirvió para adelantar a los Blazers, con las mismas 50 victorias, y a los últimos Jazz de John Stockton y Karl Malone. Y fueron el equipo que mejor acabó la temporada junto a Spurs, Kings (primeros y segundos del Oeste) y Bucks (séptimos del Este). La partida no había acabado y llegaban los playoffs, allá donde nadie les batía desde 1999. Casi nada.
La temporada de Kobe fue absolutamente magistral, la mejor de su carrera hasta el momento: 30 puntos, 7 rebotes, 6 asistencias, 2 robos y 1 tapón de promedio, el máximo de su carrera. El escolta superó la veintena de puntos en 69 de sus 82 partidos (sin faltar a ninguno), la treintena en 52, la cuarentena en 19 y los 50 en tres. También consiguió 23 dobles-dobles y cinco triples-dobles, el máximo entre los jugadores exteriores. Y consiguió topes de 55 tantos, de 15 rebotes, de 14 asistencias, de 6 robos y de 3 tapones. También lanzó por encima del 45% en tiros de campo, del 38% en triples y del 84% en tiros libres, además de intentar 23,5 lanzamientos por duelo (un grandísimo porcentaje para semejante volumen) y de disputar 41,5 minutos por encuentro, una cifra a la que jamás volvió a llegar y que ponía en evidencia la dependencia que los Lakers tenían de él. Bryant entró en el Mejor Quinteto de la Temporada y en el Mejor Quinteto Defensivo de forma simultánea por primera vez en su carrera. Pero el MVP fue para Tim Duncan por segundo año consecutivo, ironías del destino, ya que el ala-pívot de los Spurs empeoró sus promedios respecto a la campaña anterior y tuvo menos incidencia en su equipo. Pero los texanos acabaron con el mejor récord de la temporada y eso era suficiente para la NBA entonces, algo que se ha repetido de forma tradicional durante mucho tiempo. Kobe, tercero en las votaciones, no fue tenido en cuenta. Así son las cosas.
El final del reinado
Los Lakers llegaban bien a playoffs, con un gran sprint final de regular season que siempre ha gustado a Phil Jackson. Pero no tendrían ventaja de campo salvo sorpresa en primeras rondas ajenas y se verían las caras contra los ascendentes Timberwolves de Kevin Garnett en su serie inicial. Shaq, a trompicones y con todo el protagonismo para su compañero muy a su pesar, se las apañó para llegar a los 27,5 puntos y 11,1 rebotes de promedio y subió el nivel a medida que pasaban las semanas, recordando en algunos momentos al pívot dominante que condicionaba constantemente el juego rival y al que nada ni nadie podía defender. Los angelinos eran, objetivamente, más vulnerables que nunca. Pero Phil Jackson llevaba 25 series consecutivas ganadas de playoffs y los Lakers no perdían desde las semifinales de Conferencia de 1999 ante los Spurs. Dos datos a tener en cuenta y calidad sobrada, aunque fuera concentrado en dos jugadores, para ganar a cualquiera. El Maestro Zen ya diría tiempo después que los playoffs se superan con talento y algo de suerte. Y los Lakers iban sobrados de las dos cosas.
No hubo sorpresa con los Wolves, que no paraban de crecer pero fueron apeados en primera ronda por un 4-2 categórico a pesar de contar con ventaja de campo. En el cuarto asalto, Shaq volvió a ser el de siempre (34 puntos, 23 rebotes), mientras que Kobe fue una apisonadora constante que se fue a 31,8 puntos, 5,2 rebotes y 6,7 asistencias en la eliminatoria. O’Neal llegó a los 27,7+15,3, mientras que Garnett, acompañado por el cañonero Troy Hudson (23,5) se quedó en 27+15,7, con 5,2 pases a canasta. El elemento diferenciador fue Derek Fisher, que volvió a ser el de los playoffs de 2001 y promedió 15,5 puntos con 21 de 34 en triples, un espectacular 60% de acierto, aprovechando los pases y los espacios que dejaba permanentemente Kobe. El momento de los Wolves llegó al año siguiente, con Sam Cassell y Latrell Sprewell en el equipo y un Garnett que fue MVP y llegó a la franquicia más pequeña a las finales de Conferencia. Donde, claro, volvieron a perder ante los Lakers.
Los Spurs esperaban a lo angelinos en semifinales de los playoffs de 2003. Y todo se resolvió en el quinto asalto, tras un 2-0 que en el Staples se transformó en 2-2 (los Lakers se fueron a 31-10 como locales en temporada regular, que cerraron con un 10-0 ante su público). Ese 13 de mayo de 2003 la historia que pudo ser muy distinta. A 14,7 segundos para el final los Lakers tenían en su mano ganar el partido. Parecía mentira, tras casi 48 minutos de auténtico bochorno, una actuación desastrosa en la que llegaron a ir 20 puntos abajo, sin más argumentos que un Kobe que finalizó con 36 puntos, 7 rebotes y 6 asistencias, pero parecía estar solo contra el mundo. Los fantasmas del pasado llegaron para los texanos (que habían caído en 2001 y 2002 ante los Lakers, acumulando un total de 8-1 en los nueve partidos disputados). A 7 minutos del final, el resultado era de 87-61. A poco más de 2 minutos, de 92-86. Con 95-91, un 2+1 tras rebote ofensivo de Shaq, que atrapó un caprichoso tiro de Robert Horry, dejó el partido 95-94. Stephen Jackson anotó solo uno de sus dos tiros libres y Phil Jackson pidió tiempo muerto para preparar jugada. La tranquilidad era absoluta en los jugadores, que se habían visto muchas veces en ese tipo de situaciones.
Kobe se fue a la esquina y habilitó a Horry, solo. Y el ala-pívot, curtido en mil batallas, corrigió el lanzamiento como los grandes tiradores, desde el mismo sitio desde el que había fallado el anterior. Pero la canasta escupió el balón: el jugador se cuadró a la perfección, la parábola fue absolutamente precisa. Jamás un silencio fue tan ensordecedor. El AT&T Center observaba caer el balón imaginando el peso que iba a caer sobre ellos. “Otra vez, no”, parecían pensar. Ese se salió de dentro, físicamente imposible, nunca pareció tan literal. Y el alivio recorrió la espina dorsal de una pista acostumbrada a grandes batallas, pero también a las derrotas de los años anteriores. Horry acumuló un 0 de 18 en triples en esa serie, un 2 de 38 en playoffs, fallando donde había fraguado (y seguiría fraguando) su leyenda. Los Lakers, sin fuerzas para más, perdieron de 28 puntos el sexto y definitivo encuentro. Era el final de la dinastía, que tuvo una última intentona el curso siguiente en un año horrible que acabó por desintegrarlo todo, incluida la dupla formada por Shaq y Kobe. El escolta se fue a 32,3 puntos en esa serie. Cuajó una temporada fantástica. Se erigió como líder de los Lakers y amo del mundo. Pero su esfuerzo se quedó sin premio a pesar de entrar en la historia. Otra vez. Y las que le quedaban, claro.
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