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Se disputaba el Eldense-Castilla cuando Vinicius Tobias, que acababa de saltar al césped, se disponía a sacar un balón desde la banda. Por la espalda se le acercó entonces otro chaval de apenas 12 años, se colocó en su dorso y le gritó “mono”. Vinicius Tobias, aturdido, siguió jugando. Pocos días después, durante el desarrollo de un torneo local llamado Vigo Cup, dos chavales del Rápido de Bouzas cadete, un equipo de la ciudad, se hacían notar desde la grada realizando sonidos simiescos. Se los proferían a un jugador negro del equipo rival, el Casablanca. El árbitro no paró el encuentro, pero el Casablanca tomó entonces la decisión de retirar a sus equipos de la competición por lo sucedido.

“Bueno, son cosas de críos”, podrá pensar alguno. Los niños no tienen el bagaje emocional y conceptual que tenemos nosotros cuando hablamos de racismo, claro. Lo cierto es que los niños suelen replicar los gritos y fanfarronadas de los adultos. Y ese racismo (manifiesto o encubierto), esa violencia y agresividad están presentes en las gradas desde categorías inferiores. Leí hace tiempo un artículo del exfutbolista Gary Lineker diciendo que los padres agresivos desde la banda están matando el fútbol. “Son los padres agresivos quienes tienen parte de la culpa del declive del fútbol inglés”, escribía Lineker.

Las ideas racistas pueden parecer demasiado sofisticadas para que los críos las entiendan del modo que nosotros lo hacemos. Pero creo que sucede justo lo contrario, las ideas racistas se han replicado y extendido tanto a lo largo del tiempo precisamente por su simpleza: la piel negra es mala y la piel blanca es buena. La piel negra se merece un insulto o una burla, la blanca no. Este es el flagelo constante del racismo: cualquier esfuerzo por combatirlo se puede deshacer con muchísima facilidad en el patio de un colegio, en un campo de entrenamiento o en una grada de fútbol. El racismo en los jóvenes se batalla con educación antirracista pero, sobre todo, con el ejemplo.