Opinión

Orgullo y prejuicios

El Real Madrid ha emitido constantes señales de equipo desestabilizado, sin un rumbo preciso.

Los jugadores del Real Madrid reclaman a De Burgos Bengoechea durante la final de Copa contra el Barcelona.
MIGUEL MORENATTI | DiarioAS
Santiago Segurola
Actualizado a

El fútbol se dejó de tonterías, de las muchas que se sucedieron en las vísperas de la final de Sevilla, y brindó un partido extraordinario. Fue el tercer Barça-Madrid del curso y el más desconcertante de los tres, por las diferentes etapas que atravesó hasta el gol de Koundé a una hora intempestiva. El Barça fue el equipo que ha deslumbrado bajo la batuta de Hansi Flick y el Real Madrid emergió del abismo en el primer tiempo para recordar en el segundo su tremendo potencial, malgastado demasiadas veces.

Emborronada por las lacrimosas quejas de los árbitros a los perversos juicios sumarísimos a los que Real Madrid TV les somete desde hace años, la previa se edificó sobre la follonera estrategia que caracteriza al club en los últimos años. Durante décadas, el Madrid fue la institución con mayúsculas en el fútbol mundial, papel que cultivaba con un mimo absoluto. Predicó en el campo con Di Stéfano y en los despachos con Bernabéu, entre la admiración general del fútbol europeo.

Cuando vinieron épocas más discretas -el Madrid tardó 32 años en ganar su séptimo título de campeón de Europa-, el club mantuvo su posición referencial en la escala del fútbol. En el cambio de siglo y milenio, la FIFA le designó Mejor Club del Siglo XX. Aunque al Real Madrid le ha ido de perlas en el siglo XXI en el capítulo futbolístico, su ascendiente se ha deteriorado gravemente.

Su involución está definida por su novedosa afición al conflicto. Nada le satisface, todo le perturba, la sospecha es su divisa. El Madrid ha entrado en una deriva antisistema, paradójico viraje en el club que más contribuyó a instalar y definir las escalas del fútbol mundial. Está enfrentado a la UEFA, a la Federación Española, a LaLiga y a los árbitros, ha desairado a la organización del Balón de Oro porque no se lo han concedido al jugador que el Madrid quería, dirime en los tribunales sus cuitas con el vecindario y sólo un club, el Barça, le acompaña en su proyecto de Superliga.

Es la edición actual del Real Madrid, que exige cambiar de árbitros en la final de Copa y que no ceja en trasladar la idea de club agraviado, encerrado en su juguete, preso de una tensión que desconcierta en el mundo del fútbol y probablemente al equipo, que ha jugado peor de lo que debería durante la temporada, ha sufrido graves derrotas frente a sus pares en el concierto nacional e internacional -Liverpool, Arsenal, tres derrotas contra el Barça- y tiene comportamientos inexcusables, como los protagonizados por Rüdiger y compañía en Sevilla.

El Madrid ha emitido constantes señales de equipo desestabilizado, sin un rumbo preciso, a pesar de su nómina de estrellas, capaces de ganar partidos por su cuenta, pero incapaces de funcionar colectivamente. Lo consiguieron en el segundo tiempo de la final, que pintaba muy mal después de una primera parte desastrosa. Pocas veces se ha visto tanta diferencia entre un equipo atento y dispuesto a cumplir minuciosamente un plan y otro sin una fórmula visible.

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Es fácil atribuir al orgullo la reacción del Madrid, y de orgullo hubo bastante, pero el partido cambió cuando Mbappé ingresó y decidió ser Mbappé, lo mismo ocurrió con Bellingham y, poco a poco, con el resto del equipo, que pasó de la más absoluta pequeñez a una altura que desbordó al Barça. El Madrid se soltó el pelo, explotó los problemas del Barça -Gerard Martín no es por ahora un suplente de garantías y De Jong sufre cuando se descuadran los partidos- y llevó la final a un punto dónde todas las miserias anteriores -la delirante víspera del encuentro y un lamentable primer tiempo- se transformaron en puro fútbol, en un partidazo de época, resuelto a una hora intempestiva por Koundé, después del insólito error en el pase de uno de los mejores pasadores que ha visto el fútbol: Luka Modric.

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