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El revólver del presidente

Recuerdo bien el revólver del presidente. Inerte, abandonado, casi un pisapapeles sobre la mesa de caoba: una reliquia, un viejo trofeo con eco apagado, apenas unas muescas de lo que había sido un arma de fuego. Aquel pistolón, tan irreal como una cabeza de oso colgada, decoraba el despacho personal del presidente de un pequeño club de fútbol de los 80. Sin embargo, como en los cuadros de Magritte, eso no era una pistola. Era un icono trasnochado del poder. Relato legendario de las negociaciones futbolísticas, animal mitológico, quimera oxidada, la imagen evocada del presidente de un club de fútbol que colocaba un revólver sobre la mesa para amedrentar a los visitantes se ha quedado corta. Ya no es necesario apretar ese gatillo para pasar vergüenza ajena.

Nos lo recuerda la serie La Liga de los hombres extraordinarios, un retablo extraordinario de lo que fuimos (¿somos?) a través de los presidentes de los clubes de fútbol de los 90. Lopera, Gil y Gil, Gaspart, Núñez, Mendoza, Ruiz Mateos, figuras de un tablero patético y morboso. El título irónico del serial, de evocador aire superheróico al calor del cómic de Alan Moore (que Stephen Norrington congeló en una paupérrima película que ni Sean Connery reanimó), queda muy por encima de los personajes que lo protagonizan: mejor les define la caspa de La Liga NO es cosa de hombres, aquel bodrio con Cassen travestido, dirigido por un decadente Ignacio F. Iquino, que se enfangaba aún más que Las ibéricas F. C.

Vista hoy, esta galería de retratos presidenciales oscurece el pasillo tenebroso y a la vez risible (ya saben, comedia=tragedia+tiempo) de nuestro pasado y deja una duda colgando del larguero: ¿qué queda de todo aquello? El ojo de los espectadores engordó al monstruo que hasta entonces vivía en la cueva. Los que estábamos allí, sumergidos en el barro del fútbol a raíz de la explosión televisiva (autonómica y privada desde finales de los 80) y el furor mediático y empresarial de las SAD, les hicimos los coros. Aparentemente únicos, pero burdos y ordinarios, estos hombres extraordinariamente poderosos se alimentaron de nuestra pasión culpable, son nuestro viejo revólver sobre la mesa.