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De la entrevista que Rafael Nadal le concedió antes de final de año a Manuel Jabois en El País Semanal (nada tiene desperdicio en ella), lo que más me llamó la atención fue esta frase: “Yo soy más competidor que ganador, la verdad. A mí la derrota no me destroza. Hay partidos que te duele perder, solo faltaría. Pero soy más competidor. Si yo compito, me siento bien”. A continuación hacía referencia, por ejemplo, a la memorable final de Australia frente a Djokovic del año 2012, esa que se fue a casi seis horas de partido, uno de los momentos cumbre del deporte contemporáneo. Nadal perdió la final pero, asegura, se fue tranquilo porque compitió.

Llama la atención que diga esto ahora porque, tras su ilusionante regreso en Brisbane, ya hay quien va por ahí sugiriendo que podría aspirar a ganar el Open de Australia, o incluso aspirar a ganar Roland Garros. Y él lleva semanas afanado en justo lo contrario: rebajar las expectativas y quitarse presión. La cosa ya no va de ganar torneos, sino de competir, repite. Igual en el fondo es de lo que ha ido siempre, aunque no nos habíamos enterado con tanta victoria.

La clave diferencial en el deporte, y en la vida, lo marca básicamente eso: lo que esperas de algo o de alguien, y lo que te trae de vuelta la realidad. Nuestros cerebros funcionan como máquinas de predicción generadoras de expectativas, solo revisables cuando la cosa ya es inevitable. Y casi siempre que revisamos una expectativa es porque ha sido a la baja; si la expectativa se supera la adrenalina se encarga de borrar cualquier rastro de duda previa. Quizá el truco es saber aprovechar el poder de las expectativas, sin volvernos del todo seres desesperanzados. O como dice el renovado Nadal, quizá el truco está en no salir a ganar, sino en salir a competir. Pero claro, compitiendo -no siempre, ni siquiera casi siempre, pero quizá alguna vez- puedes terminar ganando. Incluso Nadal en este 2024.