BARCELONA
La gorra de Schumacher
Dice Relaño que la del pasado domingo era una jornada con tantas noticias en tantos campos que parecía diseñada para seguirla por la radio, como cuando éramos niños, y eso fue lo que hice. No por realizar un viaje de vuelta al pasado, cuando el fútbol era fútbol, sino porque la jornada de horario unificada me pilló de regreso de Palencia en coche tras haber asistido al ascenso del Pontevedra. Cinco llevo ya vividos, desde el conseguido ante el Lemos en el 76, que nos llevó a Segunda, y no estoy por comenzar a faltar con esa experiencia única. No hay felicidad más completa que un ascenso. En eso goleamos al Madrid y el Barça. Nunca podrán disfrutar de una sensación semejante.
A mitad de camino entre Palencia y Madrid, junto a los goles, los dramas y las alegrías cambiantes en cada campo, llega desde Getafe a través de las ondas la denuncia de un narrador sobre el indolente juego del equipo local y el Barça que suena a biscoito, que se dice en gallego, a apaño de empate mutuamente acordado por interés compartido. Fue precisamente en Getafe, en el antiguo campo de Las Margaritas, donde recuerdo haber escuchado por primera vez las sospechas luego confirmadas de un acuerdo, en ese caso entre el Geta y el Rayo, temporada 76/77. El reparto de los dos puntos de entonces permitía a los de Vallecas ascender a Primera División y al Getafe mantenerse en Segunda. Tan descarado fue que cuando se adelantó el equipo local no lo celebraron e incluso algún jugador se llevó las manos a la cabeza como diciendo: ‘pero qué hemos hecho’. Nadie lo definió mejor que José María García. ‘Se han equivocado, pero ya verán que rápido lo arreglan’. A los dos minutos empató Felines y desde ese momento nadie pasó del medio campo. El efecto colateral de aquel amaño fue que de rebote mandaron al Pontevedra a la recién creada Segunda B, de la que tardamos tres décadas en salir. Por ello durante mucho tiempo lo cogí ojeriza a los dos equipos madrileños. Normal, tenía diez añitos. Ya se me ha pasado.
Nunca en todo caso un biscoito fue tan evidente y con tanta difusión mundial como uno vivido en el Mundial 82 en El Molinón. Se enfrentaban Alemania y Austria, y en este caso el 1-0 clasificaba a ambos en detrimento de la Argelia de Rabah Madyer, que había ganado dos de los tres partidos de su grupo (se impuso incluso a la propia RFA, luego finalista) y contaba con la simpatía del público por su condición de outsider. No tardó mucho en notarse el tongo. A los 10 minutos marcó el gigantón Hrubesh y el portero alemán Schumacher se puso entonces una gorra en la cabeza. Era la señal convenida. Desde ese momento (y faltaban aún 80 minutos) todos los pases fueron en horizontal y ninguno en campo contrario. Del que se besen en la grada se pasó a los gritos de Argelia-Argelia, y de ahí ya a animar al Sporting, que estaba de vacaciones.
Da la impresión, sin embargo, que lo del domingo a la tarde en Getafe fue otra cosa, posiblemente no pactada previamente, pero que en el transcurso del partido se fue sustanciando entre los propios jugadores según se iban encontrando en cada jugada, un futbolístico remake del famoso episodio entre el paciente y el dentista (No vamos a hacernos daño, ¿verdad?) que con el paso de los minutos fue haciéndose tan evidente como insoportable para el seguidor azulgrana. Porque una cosa es evitar las hostilidades para salvar la vida ante un adversario tan poderoso, y otra muy distinta dejarse llevar para asegurar de manera vergonzante un subcampeonato, como si con ello el Barça pudiese darse por satisfecho.