Donde esté el VAR, que se quite el campeón

Lo mejor del fútbol y lo peor de su última deriva se reunieron en el Sánchez Pizjuán, donde venció el Real Madrid después de remontar en una maravillosa segunda parte. Se sintió campeón y celebró la victoria por todo lo alto. Esta Liga es suya, con todo el merecimiento, sin ningún rival a la vista desde hace tiempo. Su derrota contra el Barça no alteró un milímetro la trayectoria del equipo. El Madrid ha respondido con firmeza en el campeonato español y en la Copa de Europa. Si se impone en cinco de los seis partidos que restan, alcanzará la cota de 90 puntos. Ningún equipo lo ha logrado en los últimos cinco años.

Es una pena que el segundo tiempo del Real Madrid y la estupenda primera parte del Sevilla fueron menos noticiosas que el descalabro del arbitraje. Al árbitro que enjuiciaba lo que ocurría en el campo le acompañaron los sospechosos habituales en las dependencias de la Federación Española de Fútbol. Se encargan del control del VAR, pero se distinguen por el descontrol que producen.

Apenas se habló de fútbol después de un partidazo. En la sala de prensa, los entrenadores respondieron una y otra vez a las preguntas sobre las numerosas jugadas conflictivas. Cuando se instaló el VAR, sus apóstoles predijeron una época de justicia y bonanza en el fútbol. Ha ocurrido lo contrario. La industria arbitral, con intereses de todo tipo, crece desaforadamente y cada vez es más invasiva. Importa menos el fútbol que el incesante petardeo de los árbitros.

En sus manos, el VAR es una fabulosa herramienta de poder que sólo ha traído confusión a un juego extraordinariamente básico. Hasta hace bien poco, el fútbol se ha regido por unas pocas reglas que, esencialmente, valían para los chiquillos que reunían a jugar en un descampado que para la élite profesional. Los aficionados las tenían interiorizadas y no dudaban en recordarlo cuando sentían que el árbitro se equivocaba.

Por básica que fuera, esa relación no impidió el vertiginoso ascenso del fútbol en el planeta del deporte. Este sencillo escenario podía mostrar carencias, pero contaba con un aspecto a su favor: no era pretencioso, no se arrogaba la bandera de la justicia, era un sistema fieramente humano, con los defectos que eso significa, pero sin las venenosas consecuencias que los nuevos tiempos han traído. El VAR es muy capaz de medir las distancias más ínfimas en los fuera de juego −vocación milimétrica que no figuraba en el recetario original del fútbol−, pero su principal capacidad es destructiva: interrumpe, molesta, castiga las emociones, genera perplejidad y convierte el fútbol en un berenjenal indescifrable.

Un juego de pocas reglas y muchas cosas claras se ha convertido en una selva de normas y circulares. Selva muy fértil, por cierto. Hay tanta nueva letra pequeña en el fútbol que nadie sabe nada, ni los aficionados, ni los jugadores, ni los árbitros, encantados de aparecer por todos los rincones y manejar el cotarro. Cuánto peor lo hacen, cuánto más líos alimentan, cuántos más intervienen, cuánta más frustración producen, mucho mejor para ellos. Y mucho peor para el fútbol.

Su nocivo efecto presidió el Sevilla-Real Madrid. Volvieron a imponerse los árbitros, el VAR, la incompetencia, el nuevo tiempo del fútbol, en definitiva. Se jugó un gran partido, trascendental porque entregó virtualmente el título al Real Madrid, que se portó como un gran campeón en el segundo tiempo, liderado de nuevo por el brillantísimo Benzema. Fue una actuación para no olvidar, si no fuera por el afán reductor del VAR y sus corifeos. Están dejando al fútbol como una cabecita de ajo.