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Una mañana de rugby en el Central

España se jugaba el pase al Mundial de rugby ante Portugal. Buena ocasión para acercarse a ese deporte que ha mantenido a salvo muchos valores que su hermano rico, el fútbol, fue, ¡ay!, perdiendo con el tiempo. Entre dos episodios de lluvias, Madrid acogió el partido con lo que un argentino llamaría “día peronista”, reluciente de sol y de optimismo. Allí se reunió la gran tribu rugbística colmando esa vieja y querida instalación, tan adecuada para el carácter familiar de este deporte, que siempre ofrece en su seno cosas que añorar del pasado. Sin tornos, sin formalidades, sin asientos numerados. Un aire de pacífica romería deportiva.

En juego, una plaza para el Mundial. Hace cuatro años el sueño se esfumó por (en rugby hay que decir estas cosas en voz baja) un arbitraje indecente. Esta vez se cumplió, con un 33-28 muy sufrido. No fue fácil. La delantera de España, más fuerte, ganó las melés y los mauls, pero el juego a la mano de los portugueses fue muy superior. Por momentos evoqué aquello tan clásico de los carteles de boxeo “duro fajador-fino estilista”. Ganó el duro fajador pese a algunos errores infantiles que enfermaron a mis compañeros de la matinal, Leo Harlem y el menos conocido Fernando Canas, cónsul del rugby en Valladolid y de Valladolid en el rugby.

Mañana feliz, con el encanto sencillo de otros tiempos. No pienso que todo lo pasado fuera mejor, pero admiro cómo el rugby atraviesa el túnel del tiempo preservando sus esencias, cómo puede recrear hoy una atmósfera propia de mis lejanos años universitarios. Y salí, no sé por qué, rememorando una frase de Jean Giraudoux: “Un equipo de rugby opera sobre quince jugadores: ocho fuertes y activos, dos ligeros y rápidos, cuatro de buena envergadura y rápidos y un zaguero que es modelo de sangre fría y conducta flemática. Esta es una proporción ideal entre hombres”. Eso es el rugby, deporte único, santuario de viejos valores.