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La gran diferencia entre el PSG y el Real Madrid es el alma: un equipo tiene, el otro no. El alma del Madrid es antigua, forjada a lo largo de los años por el impulso de cientos de futbolistas que dejaron todo para ganar y por el espíritu de millones de aficionados que les empujaron y exigieron desde las gradas del Bernabéu. Esa taumaturgia impele a veces una energía fantasmal al equipo y lo hace capaz, incluso en inferioridad futbolística, de infundir un terror misterioso en los rivales.

Ese espanto apareció el miércoles en los jugadores franceses, incapaces de reaccionar al primer gol encajado, bloqueados y despavoridos ante un fenómeno que no llegaban a comprender. Mientras los futbolistas blancos volaban como recién salidos de un aquelarre, los parisinos se mostraban atenazados y afligidos, como si no llevaran una hora jugando y dominando ese mismo partido. La chispa del empate provocó una transmutación en el ambiente, una descarga eléctrica entre el graderío y el césped que insufló energía a unos y cortocircuitó a otros, dando un giro a todo.

En ese momento de confusión al equipo francés le faltó el alma, ese espíritu necesario para sobreponerse a la conmoción y recuperar la autoestima. Ni el entrenador ni los jugadores, estrellas mutadas en agujeros negros, fueron capaces de volver al partido y quedaron en estado de shock hasta el final. Algunos deben estarlo aún. El emir de Qatar preguntará a Al Khelaïfi y Leonardo por lo sucedido y estos le hablaran de la jugada de Donnarumma y de los cambios de Pochettino, porque lo del alma blanca es difícil de explicar aunque lo vivas en directo.