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Niños, fútbol, ficciones

Bilbao

Escribo esto mientras mis hijos juegan al fútbol con otros niños en la cancha del pueblo. Esta mañana, después de dos largos años sin poder hacerlo, el mayor, que ahora tiene once, ha vuelto a participar en un partido oficial. Tras dos cursos lejos del campo debido a la pandemia, este septiembre por fin volvió con el equipo de su ikastola, con el que debutó con cinco añitos. Pero resulta que en este tiempo los responsables de fútbol han cambiado y los nuevos, decididos profesionales, separan a los niños por supuestas capacidades y tuvieron la feliz idea de aislar al mío de sus amigos de su curso para hacerle jugar en un equipo de niños más pequeños. Mi hijo sufrió mucho y decidí sacarlo de allí.

Por suerte, le recibieron amablemente en otro equipo. Ese con el que hoy ha debutado. Junto a él lo ha hecho su mejor amigo. Han perdido 6-2, con dos golazos del segundo. Durante la vuelta a casa en coche, comentaban animados el partido entre ellos. Estaban felices. He oído que se decían "somos los fichajes de invierno", y reían. Levanto la vista del ordenador. En la cancha, un niño bajito y veloz marca un gol y lo celebra con los brazos extendidos frente a una grada invisible, imitando a Muniain. Me fascina cómo los niños construyen una ficción a su alrededor cuando juegan fútbol, pero me preocupa cuando lo hacen adultos y tratan a los pequeños como si fueran jugadores profesionales. En estos años he visto decenas de hombres entrados en años gritar desde la banda instrucciones ininteligibles a niños que aún creen en los Reyes Magos; entrenadores y padres que viven una ficción en la que los niños son víctimas de sus delirios.

Los pequeños han terminado su partido. Se dan la mano y se despiden hasta otro día. Mis hijos se me acercan, jadeando por el esfuerzo, las mejillas sonrosadas. Me aterra que les hagan daño, por eso me consuela comprobar que el mayor se recupera y, poco a poco, disfruta de nuevo de su gran pasión. Al llegar a mi altura, me da un beso, sonríe y dice "partidazo". Y yo pongo punto final a esta columna sonriendo también, contagiado de su felicidad, de la que le da el balón.