Ancelotti, el vencecanguelos

Todo lo que sé sobre el tiempo lo aprendí del fútbol. Sobreviviendo en la Zona Cesarini, penando en los descuentos, pidiendo la hora. El reloj es subjetivo. Los futbolistas nunca ven llegar el final, siempre piensan que su hora les llega demasiado pronto. Por eso los jugadores que tuvieron que retirarse antes de lo soñado están hechos de una pasta especial.

He buscado pistas para reconocer al Ancelotti de hoy en el cromo Panini del Ancelotti con cara de acelga del Mundial'86, donde no jugó un solo minuto, o en la crónica de la lesión que le apartó de la final que la Roma perdió a penaltis contra el Liverpool, o en el descanso del 3-3 de Estambul entrenando al Milan (otra vez los reds). Incluso en su cameo en un partido entre el cielo y el infierno en la película del Don Camilo de Terence Hill. Sin Bud Spencer, con Don Peppone. Pero ni siquiera aquel pacto con un diablo rojo (y comunista) explica por qué Carletto siempre supo esperar la revancha.

Carlo Ancelotti, anoche en San Mamés.

Carlo Ancelotti está al dente desde su último partido, con una rodilla hecha trizas tras otro encuentro de la vieja Copa de Europa contra el Malinas, aquel equipo que ganó la Recopa colgado de la portería de Preud'homme. Clave en las dos orejonas de Sacchi (con una sola Liga, como Brian Clough y su Forest), acabó de sentar las bases de su estoica figura en Foggia, con el Milan de Capello. En el viejo Pino Zacheria, Ancelotti volvía a ser titular en el último partido del curso, una vuelta entera después, con la duda de cuál sería su futuro. En el partido anterior, saliendo del banquillo en San Siro, marcó dos goles al Hellas Verona. Quizá tenía todavía tiempo. Al descanso, palmaban 2-1, y su cuerpo dijo basta. Ya sin él, los rossoneri remontaron 2-8. Carletto se fue a su casa cojo. No volvió a jugar. Sin dramas, con 32 años, tras dos temporadas jugando cada vez menos, con dolor, escuchando el tic-tac de su western vital, Hasta que llegó su hora. Venció al canguelo como un héroe de Consuelo Armijo, afrontó el abismo que llega con la retirada y empezó a mascar el chicle de la paciencia que le lleva al éxito de no tener nunca miedo al fracaso.