Realismo mágico, realismo sucio
Antes de cada partido los aficionados imaginamos lo que puede ocurrir. Es uno de los grandes placeres del fútbol: anticipar el futuro inmediato y que se cumpla, celebrar los goles porque confirman nuestra intuición. Antes hemos hecho un cálculo que incluye resultados, el estado de ánimo del equipo, las bajas por lesión, el peligro del rival, y le añadimos nuestro entusiasmo incondicional, esa pasión innegociable. Luego viene la cruda realidad de un error defensivo, un penal fallado o un remate de crack y liquida nuestras ilusiones.
En el fondo, la brecha que hay entre el deseo y lo que acaba ocurriendo es parecida a la que separa la literatura realista de la realidad. De entrada, se parecen mucho, pues el realismo busca imitar a la realidad, pero con una diferencia: mientras que la literatura tiene que ser verosímil para que funcione, la realidad no siempre lo es. Ahora mismo, los aficionados del Barça vivimos instalados en esa brecha. Venimos de una década de realismo mágico, en la que Messi hacía que lo sobrenatural pareciera fácil, y de golpe la realidad cotidiana nos echa por tierra cualquier sueño.
Las últimas semanas nos han dejado varios ejemplos de este equívoco. La victoria frente al Bayern se creía una posibilidad real de pasar ronda en Champions y acceder a los 30 millones de euros en beneficios que el club había presupuestado de antemano (otro acto de pensamiento mágico). En ese escenario, la figura de Dembélé aparecía como la gran apuesta, el gran salvador; se recordaban sus grandes momentos del pasado, pero se ignoraba que es un jugador irregular y casi nunca decisivo. Algo parecido sucede con Xavi: se le fichó como un entrenador de futuro, pero necesita soluciones rápidas. Sería más lógico entender que la realidad actual es competir en la Europa League para seguir mejorando, con objetivos sensatos, y tomarse la temporada como un ejercicio de realismo… sucio. Al fin y al cabo, Raymond Carver nos mostró en sus relatos que los apuros y las crisis también son creativos.