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Anteayer las jugadoras de la National Women's Soccer League (NWSL) estadounidense detuvieron los partidos en un gesto de apoyo a sus compañeras Sinead Farrelly y Meleana Shim. Estas dos jugadoras, del North Carolina Courage, denunciaron recientemente a su entrenador Paul Riley por abusos sexuales. Después de una jornada suspendida tras el conocimiento del caso, el balón volvió a rodar. En el minuto cinco de los tres encuentros en juego, sin embargo, se detuvo: todas las jugadoras, titulares y suplentes, se reunieron en el centro del campo formando un círculo.

La imagen fue muy poderosa. Simbólicamente, además, es muy importante: mostraba al mismo tiempo a sus compañeras que no estaban solas y demostraba que la lucha contra el abuso sexual corresponde a todos, no solo a las víctimas. El gesto, por otro lado, se unía a los que hace pocos meses detuvieron todo el deporte norteamericano tras la muerte de George Floyd y la movilización en torno al Black Lives Matter. No deja de ser reseñable que los hechos denunciados en ambos casos hayan movilizado a la comunidad contra dos vertientes del patriarcado: los abusos sexuales y los policiales. Es la misma lucha, por distintos flancos.

Resulta muy curioso, por otro lado, que sea en el deporte en los Estados Unidos donde, de nuevo, se produzcan movilizaciones colectivas. En el país que sitúa al individuo en el centro político, están siendo los grupos los que lideran la lucha por el cambio social. Aquí en Europa, sin embargo, parecemos seguir otra senda, centrando el relato en lo individual incluso en los deportes colectivos. Hoy, que cada jugador tiene un equipo de prensa a su servicio para vender logros personales, conviene recordar que cuando ganamos lo hacemos todos y que cuando perdemos, sobre todo en esos momentos conviene subrayarlo, perdemos también todos juntos. Esta es la gran lección que el deporte puede dar a la sociedad: podemos mejorar el mundo y asegurar el futuro de todos, pero solo si trabajamos juntos.