Mea culpa

Dentro de las muchas cosas que se nos están yendo de las manos como sociedad (no solo en política, la crispación está en la calle) se encuentra el acomodo del relato deportivo. Una actividad que practicada de manera recreativa es sana y placentera se transforma en el epítome de la competitividad depredadora cuando circunda el profesionalismo. Solo vale ganar y exprimirse a fondo para ello. Mi psicóloga dice que los defectos del comportamiento humano se pueden reducir a tres: repetición, exageración y represión. La competición llevada al extremo abunda en todos ellos. Es insana.

La niña que se divierte haciendo gimnasia se convierte, con el exceso de entrenamiento en pos de un objetivo, en una maquinita de repetición con libertad abolida, separada del juego original, de sus amigas, para muy pocas veces obtener éxito, admiración y dinero. ¿No puede dedicar su vida a algo mejor? ¿Necesita hacer eso, lo necesitan los padres o lo necesitamos nosotros? Como espectadores de prensa rosa que somos cuando consumimos deporte, inquisidores, exigimos perfección y vemos solo el final del camino. El podio, la medalla. Una gloria más que escasa. ¿Qué pasa con quien no llega? Solo queremos que nos entretengan, es nuestro circo. No pensamos en el altísimo coste que entraña todo este entramado para la mente de una adolescente cuyo cuerpo cambia mientras hace piruetas.

Hipócritas, nos hacemos cruces cuando reconocen su fragilidad mental, que es, querido lector, como la suya y la mía. O mayor aún, porque la exigencia destroza, la exposición desnuda, mientras que a nosotros nos protege nuestro anonimato, una vida mediocre que ellos secretamente envidian. Se rompió la mente de Biles, Enke, Phelps, Iniesta; el culpable no solo es el padre de Agassi, Anna Tarrés, el pútrido depredador Nassar: lo somos todos. Millones de causantes convenimos una ficción de silueta perfecta y creamos una chica anoréxica. Ella sufre en su cuerpo lo que los demás demandamos. Y hacemos lo mismo con los atletas.