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Veranos salvajes

Puedes recordar muchísimos veranos, y distinguir unos de otros por mediar eso que a veces llamamos, exagerando, pequeños detalles. Está el verano de tu primera moto, por ejemplo. O el verano del concierto de Depeche Mode. El de aquel lío, y después el de otro lío y otros líos más. El verano del viaje a Sicilia. El de la contrarreloj de Induráin en Luxemburgo. Está el verano de los cigarros Lucky Strike. El del Golf GTI MkII que estampaste contra una tapia, sin desgracias. El verano que le colaste la gran mentira a tus padres. El de la final de Sudáfrica. El que no pisaste la playa. El que fuiste a la playa cada día. El que trabajaste sin parar, y fue un verano bastante perdido. El del Mundobasket de España. El verano que te conformaste con piscinas. El de las noches hechas añicos, durante el que viste todos los amaneceres. El de los trenes y los hostels. El verano que no fue verano ni hostias. Y, por supuesto, están los veranos de todos los Juegos Olímpicos, a su manera salvajes.

Los Juegos Olímpicos construyen una memoria personal intensísima. Pasan los años y puedes recordar en qué ciudad lejana estabas, en qué casa, acompañado por quién, mientras veías, pongamos, unas semifinales de esgrima en Sídney, o a qué hora sonó el despertador para levantarte, en Los Ángeles 84, a tiempo de ver los 100 metros lisos. Una de las cosas que vuelven más fascinantes los Juegos es la diferencia horaria. Acaso su primera regla sea acabar con la lógica de los relojes, que no paran de recordarte a qué hora suelen pasar las cosas, para reincidir sobre ellas hasta volverlas costumbres. Cuando tienen lugar lo bastante lejos, y eso es muchas veces, los Juegos Olímpicos te empujan a un viaje en el tiempo imposible de olvidar. Se vuelven cine.

Llegada de la delegación española a Tokio.
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Llegada de la delegación española a Tokio.EFE

En las dos semanas que duran tú ocupas el sofá como si padecieses fiebre, para seguir durante horas lo que sea que retransmitan. Da igual el qué; simplemente, no puedes dejar de mirar. Todo pasa a engrosar una extraña memoria, y sin advertirlo, a base de imágenes, pones a salvo otro verano.