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En el fútbol ocurren a veces cosas terribles, como ser un club rico, demasiado rico. Podemos adivinar el malestar que eso causa en sus dirigentes, conscientes de la jugarreta que un día les deparó el destino en forma de grandes presupuestos. Se necesita mucho carácter para levantar cabeza. No es como cuando eres un club pequeño, en el que todo resulta facilísimo y solo tienes que preocuparte, cada mañana de tu vida, por seguir vivo, de milagro, con tus escasos recursos al menos hasta la noche. Eso es vida.

Me pongo en la piel del presidente de cualquiera de los equipos que promovieron la Superliga, con un presupuesto de cientos de millones, que acaparan un gran palmarés y, en definitiva, se reponen, pese a ello, cada año de semejante golpe, y me mareo, sinceramente. Ser millonario te condena a una ansiedad constante. Es injustísimo. Digamos que no puedes ser millonario de una vez y para siempre, y entonces olvidarte de si posees más o menos dinero, sino que tienes que ser más millonario todo el tiempo. Se acabó, si es que alguna vez existió, lo de ser rico de una manera tranquila, pausada. Si te detienes a pensar que eres un club rico pierdes dinero, que inexorablemente va a parar a otro, más pragmático que tú, que no piensa, solo actúa.

Nos hicimos una idea equivocada de lo que significa un club poderoso, que vive quizá con el peso de haberse hecho el juramento de "Nunca seré pobre". No puede apañárselas con tener dinero. Eso pasó a la historia. Necesita muchísimo más que mucho dinero, a veces incluso necesitará que caiga chasqueando los dedos, para garantizarse la posibilidad de gastarlo a tontas y a locas, quizá dilapidándolo en fichajes que no salen bien, o que se volvieron disparatadamente caros, o en la construcción de estadios que asombren al mundo y que den idea de la grandeza del club viendo solo una foto. Terrible, terrible, terrible. "Me opongo a los millonarios", afirmaba Twain, con razón. Aunque a continuación añadía que "sería peligroso ofrecerme ese puesto", porque seguramente lo aceptaría.