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Los Juegos de la esperanza

Hoy, 14 de abril, comienza una cuenta atrás redonda: faltan 100 días para los Juegos Olímpicos de Tokio 2020, que se continúan llamando así aunque la pandemia los empujó a 2021. A estas alturas, ya existen pocas dudas de que la competición se va a celebrar, a pesar de que el virus todavía no ha sido derrotado. Eso sí, nos esperan unos Juegos diferentes y atípicos, y no sólo por su ubicación en año impar. Para empezar, el Gobierno de Japón confirmó en marzo que no habrá público extranjero, y ya veremos cuántos aficionados nipones podrán asistir finalmente a las instalaciones. Las burbujas y las restricciones serán muy estrictas, siempre con “la prioridad de garantizar la seguridad de los atletas y del pueblo japonés”, como repite Thomas Bach, el presidente del COI.

El deporte de élite ya se ha acostumbrado a competir sin seguidores en la grada, sigue huérfano de uno de los distintivos de su esencia, una impactante imagen de gelidez que se trasladará a la fiesta del olimpismo. Pero hay que verlo desde otra perspectiva, incluso como un mal menor, por mucho que nos choque y nos pueda entristecer. Los Juegos Olímpicos son un acontecimiento global que reúne a participantes de 206 países, apátridas al margen, en un número cercano a los 11.000 deportistas. Si su organización sale bien este verano, aún en plena pandemia, se lanzará un mensaje de luz al mundo. De supervivencia y de superación. Pase lo que pase, estos Juegos ya son históricos. Y hay que aplaudir a Tokio, porque ha decidido seguir adelante, después de una inversión de casi 10.000 millones de euros y de unas pérdidas directas de más de 3.000. Hay un público que sí se mantendrá fiel, los 3.000 millones de espectadores de audiencia mundial. Para todos ellos, y para el resto de la humanidad, serán, como dice Alejandro Blanco, “un canto a la esperanza”.