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Como en un juego de Tetris, en el que a veces el universo se confabula para que las piezas encajen con facilidad, el FC Barcelona ha conseguido en las últimas semanas un impensable estado de armonía. A pesar de la eliminación en la Champions, el empate dulce en terreno del PSG ha coincidido con la elección de Joan Laporta como presidente, y los titubeos del Atlético de Madrid en la Liga han abierto un campeonato que parecía decidido hace meses. Entretanto, Koeman se ha revelado como un entrenador capaz de corregir sobre la marcha y proponer ideas que se incrustan en la tradición del estilo azulgrana, y el contrapunto a la eliminación europea es que su equipo va a jugar una final de Copa y sigue vivo en la liga. Muchos aficionados ya aceptan que el holandés se ha ganado, como mínimo, el derecho a dirigir al Barça en un Camp Nou con las gradas llenas. Ni siquiera la causa abierta contra Josep M. Bartomeu y otros directivos, en el llamado Barçagate, ha conseguido empañar del todo esa nueva sintonía, o puede que incluso la haya acelerado.

Es evidente que tener nuevo presidente va a dar estabilidad al equipo, pero también se han actualizado los tics del mercado, y así en pocos días se ha empezado a hablar de descartes y fichajes estrella, como si los problemas económicos del Barça ya no existieran. Soñar es gratis y cada aficionado hace su lista —que si un central, que si un nueve puro como Haaland—, pero enseguida se olvida una de las señas importantes del Barça de Koeman: la confianza en la juventud de casa. Ahí tenemos a Mingueza, Araújo e Ilaix Moriba, nombres que hace un año muy pocos conocían.

El gran Karl Kraus decía que las familias burguesas no dejan nunca de considerar como niños pequeños aquellos a quienes han visto crecer, desdeñando así sus talentos cuando se hacen mayores. El peligro de venirse arriba en los fichajes es ignorar lo que ya tenemos en casa, y además sabemos que en los mejores Barça de la historia siempre hubo chicos que habíamos visto crecer, esperando su momento.