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Tenistas en desigualdad

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Este lunes, 18 de enero, tenía que haber empezado el Abierto de Australia en sus fechas originales, pero la pandemia forzó a retrasarlo tres semanas, junto a una serie de medidas preventivas de obligado cumplimiento para los tenistas. En lugar de arrancar el torneo, los jugadores se encuentran esta semana repartidos en hoteles donde deben pasar una cuarentena de 14 días. El acuerdo con el organizador y las autoridades les concede salir cinco horas diarias para dedicarlas exclusivamente a su preparación. Esas son las condiciones, y quienes no las han aceptado, como Roger Federer y John Isner, se han quedado en casa. La solución, que conjuga las leyes locales con las necesidades mínimas del tenista, era la mejor para salvar el Grand Slam frente al empuje del virus. La alternativa era anularlo.

El escenario permite a los jugadores cumplir la norma sin perder la forma, y sobre todo en igualdad. Nadie llegará con ventaja, ni siquiera los integrantes de la burbuja elitista que se ha organizado en Adelaida con las primeras raquetas del ranking, que gozan de mayor paz en su privilegiado aislamiento, pero con los mismos horarios de actividad que sus rivales de Melbourne. El equilibrio, sin embargo, se ha roto en los primeros días de cuarentena por unos hechos inesperados: los positivos detectados en tres de los 15 vuelos oficiales. Australia ha decretado confinamiento total, sin posibilidad de entrenamientos, para los 72 tenistas que viajaban en esos aviones, entre ellos los españoles Paula Badosa, Carlos Alcaraz y Mario Vilella. Las quejas de los afectados suenan con frases como “todo el trabajo por la borda”. Y circula también la palabra “boicot” si no se ingenia una salida. Novak Djokovic ha propuesto algunas a la dirección del torneo como trasladarlos a casas privadas con pistas. Algo habrá que hacer. Sin atentar contra la salud, por supuesto, pero también para salvaguardar la justicia de la competición.