El gran año de Coutinho

La suplencia del Coutinho en el partido contra el Valladolid se puede comentar de dos formas. Una corta, en la que basta decir “Pedri” (o incluso “Messi y Pedri”), y otra más larga y compleja. Cuando estos días Coutinho haga un repaso al 2020 deberá aceptar que para él ha sido un gran año. Ganó la Champions con su equipo de entonces, el Bayern de Múnich, y en cuartos de final ayudó con dos goles en el partido más espectacular de la temporada pasada: la debacle del 2-8 que los bávaros le endosaron al FC Barcelona. Tras el subidón, Coutinho tuvo que volver a un club en caída libre.

Durante unas semanas su retorno se adornó con ciertos honores —casi de virrey en el exilio—, sobre todo cuando se creía que Messi se marcharía. Luego se vio que no era así, y aunque Koeman le dio confianza y parecía encontrar su lugar en el equipo, su influencia se ha ido desvaneciendo. Quizá todo sea una cuestión de estilo: Coutinho necesita tocar mucho el balón para masticar las jugadas, y en el Barça actual eso le convierte en un futbolista redundante, que frena y entorpece el ritmo. En su primera etapa con Valverde, un día me fijé en el campo semántico que reunía el brasileño en las crónicas: resignado, desesperante, irrelevante, deprimido o triste eran adjetivos habituales.

Es fácil convertir a Coutinho en el chivo expiatorio del Barça depresivo de los últimos años —los 120 millones del traspaso conllevan ese riesgo—, pero también podemos verle como una víctima. En él se personifican los errores de planificación y la deriva histérica en los fichajes de Josep M. Bartomeu, tras la venta de Neymar. Las variables de esa operación desastrosa continúan, y ahora se sabe que, si juega 11 partidos más con el Barça, el club deberá abonar 20 millones al Liverpool, una cifra imposible. Mucho más que Dembélé, pues, incluso que Griezmann, Coutinho encarna el trauma del barcelonismo en estos últimos años. Traspasarle ahora puede ser una obligación económica, pero también una terapia psicológica colectiva.