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Hasta la semana pasada, cuando un árbitro le pitó tres penaltis al Madrid en el mismo partido, el día más feliz de mi vida había sido uno en el que Bernat Soler (Saigón, 1973) me llamó indocumentado en la radio pública catalana. Es un audio cargado de magia que llevo siempre conmigo por si tengo la suerte de conocer a una chica y esta concede presentarme a sus padres, una especie de carta de presentación con la que dármelas de algo, que es todo a lo que, honestamente, podía yo aspirar hasta que lo impensable sucedió en Mestalla.

Al principio me pareció una broma multitudinaria, una especie de flashmob en la que un grupo de tuiteros se ponían de acuerdo para engañar a los que no estábamos siguiendo el partido por televisión… Como aquella vez que nos hicieron creer que se había muerto Bon Jovi hasta que el propio artista reaccionó y escribió un tuit bromeando con que "el cielo se parecía mucho a New Jersey". La confirmación de que esta vez iba en serio me llegó a través de otra estrella de rock: nuestro querido Tomás Roncero. Retador, como es él ante las desgracias, dijo aquello de "este sí es penalti. Pero echen mano de su memoria a ver cuándo recuerdan a un equipo al que le hayan pitado tres penaltis en contra en el mismo partido". Llamé a mi padre y, sin necesidad de decirnos nada, lloramos juntos de alegría.

La rivalidad, querido lector, es una potente droga que te ofrece este tipo de satisfacciones basadas, únicamente, en el reverso tenebroso del espíritu deportivo y sin ningún mérito concreto al que atenerse, pero por eso nos gustan tanto: porque van y vienen sin más, que es cuanto le pedimos al fútbol los hinchas más perezosos y radicalizados. Los tres penaltis de Mestalla, o los dos fallados por Sergio Ramos frente a Suiza, aunque fuesen con la Selección, pertenecen a esa categoría de las fantasías irrealizables y por eso merecen ser celebradas sin ningún tipo de remordimiento ni complejos: porque cuando uno acepta de buena gana ser un indocumentado, todo lo demás en esta vida le suele venir rodado.