El fútbol, la vida y la muerte

Me convertí al existencialismo cuando todavía era un chavalín, antes siquiera de saber que había una palabra para definirlo. Fue, además, en un campo de fútbol. En la grada, sentí por primera vez el absurdo de la existencia. Esa convicción de que la vida carece de un significado me pilló con los brazos en alto, celebrando el 1-0 de un Athletic-Osasuna de 1990.

La secuencia de los hechos fue la siguiente: unos días antes había muerto una persona muy querida para mí. Falleció de pronto, de un día a otro. Yo llevaba esos días en shock. No podía concebir el mundo sin quien me había dejado, a quien tanto amaba. No podía entender que el sol siguiera saliendo como si nada hubiera cambiado. Pero fui al estadio. Y me metí en el partido. Y olvidé por unos instantes aquella muerte. Y cuando el Athletic marcó aquel gol, lo celebré, como había hecho siempre, con toda la intensidad de mi ser. Pero, de pronto, con los brazos en alto, en mitad de un grito de júbilo, rodeado de miles de personas que gritaban y saltaban conmigo, me asaltó la convicción de que la existencia carece de sentido. Me paré en seco. No fue una idea. Fue una sensación física, como un golpe, como un tortazo.

Esa sensación nunca me ha dejado del todo. No es constante, pero a veces, en momentos no sé si de lucidez o de ofuscación total, miro a mi alrededor y no puedo sino concluir que todo esto es un mal chiste de un demiurgo malvado o la obra de un dios incapaz.

Pero he aquí que ahora que el mundo amenaza con venirse abajo y nuestra existencia aparece congelada, me obsesiona regresar a lo trivial. Veo el fútbol en televisión suspirando como un deportado. Necesito volver a la grada. A pesar de las muertes y de la enfermedad y de todo lo grave de la existencia, quiero celebrar la nada del gol. Quiero estar con los míos, gritando y saltando y cantando. Quiero levantar los brazos y decirme, sí, que todo esto es absurdo, pero que bendito privilegio es poder regodearse a veces en lo que de insignificante tiene la existencia. Que me permitan los puristas corregir a Bill Shankly: el fútbol no es una cuestión de vida o muerte, es mucho menos que eso. Por suerte.