Decíamos ayer
Los futbolistas nos han quitado también el jugar sin público. No contentos con vivir nuestros sueños, ahora también nos han arrebatado lo que pensamos que siempre sería nuestro reino: ese imperio de gradas vacías. Ellos tenían la gloria y los laureles, nosotros la autenticidad de la indiferencia. Ese jugar sin que nadie te esté mirando. Que ni tu novia vaya a verte. Todo eso era nuestro. Y nos lo han quitado. El tristísimo eco de un pelotazo hacia ningún lado en medio de un campo sin alma. No oír nada más allá del rectángulo de juego, salvo a un par de espontáneos pasando por ahí y a ese compañero gritón dándote la brasa desde tu propio banquillo, poniéndote al borde de la taquicardia en cada jugada. Sentir esa inmensa soledad tras meter el gol de tu vida sin apenas testigos ni pruebas. ¿Un árbol que cae en el medio de un bosque vacío hace ruido? ¿Un golazo sin el ohhh del público sigue siendo un golazo? Uno ya no sabe qué será lo siguiente: ¿prescindir de los recogepelotas y que Hazard tenga que ir a por el balón tras un disparo desviado, saltando una verja de manera indigna? ¿Robarnos también el aliento a calimocho de un rival en un córner? Por favor, que la normalidad vuelva rápido o acabaremos perdiéndonos el respeto entre todos.
Por lo demás, el Madrid volvió y las cosas no parecen haber cambiado tanto desde que se bajó el telón. Para bien y para mal. Kroos sigue pegándola con estilo desde fuera, Benzema se mantiene indetectable entre líneas, Valverde deja surcos por el campo como un tractor, Vinicius es una serpiente sin veneno en los colmillos, Bale sigue vagando como un fantasma por los pasillos del palacio de su memoria, murmurando una letanía que solo él entiende, y Casemiro es el encargado de mantener el fuerte, sin ser sustituido con tres, cinco o 27 cambios disponibles. El brasileño da la impresión de que podría seguir jugando tras sufrir el violento ataque de un puma en mitad del partido: un poco de Reflex por encima de la media, un trago de agua bendita del botellín del masajista y ya estaría. Uno se pregunta qué haremos el día que no esté y se echa a temblar. Y Zidane también.