El señor que grita en casa

Me entretiene el fútbol como juego, y me atrapa su dimensión social. La suma de ambas, de su estética y de su componente identitario, convierte a este deporte en una actividad que ha atrapado a millones de habitantes del planeta. Nos divierte, nos hace pasar mejor las horas muertas y nos hace sufrir y disfrutar elevando las sensaciones a una dimensión dramática cuando creemos que los que juegan nos representan. Es correcto: al fútbol sin público le va a faltar una de las dos partes de la ecuación y el producto final no será el mismo. Pero ojo: será algo. Será mucho más que nada. Si con pesar tengo que renunciar a la pasión de la grada, que no me quede también sin la emoción del regate insospechado o sin el ingenio del cambio de sistema que desbloquea una contienda cerrada. Amo las dos vertientes del fútbol, pero si no puedo tenerlas ambas, prefiero disfrutar de una que no echarlas de menos a ambas.

Me convencí del todo durante la cuarentena. Cuando los días eran largos, cuando el hastío y la impotencia me llevaban a una patética holgazanería, cuando me daba miedo salir a la calle y racionaba el arroz para que la siguiente expedición al supermercado pudiera ser cuatro días después y no mañana, la liga bielorrusa me salvó. Tener un fútbol que seguir y una clasificación viva que contemplar hizo que los viernes no fueran iguales que los martes, y que llegara a levantarme más contento si sabía que hoy jugaba el Torpedo Zhodino. El fútbol como elemento recreativo, alejado de mis obligaciones profesionales -porque nadie me iba a pedir análisis del BATE Borisov- me hizo más llevadero un periodo oscuro y de dolor.

Ahora, cuando veo partidos alemanes, imagino a los hinchas. Para acercarme a la ecuación perfecta, pienso cuando marca el Werder Bremen que hay un señor en su casa, al lado del río Weser, gritando el gol con locura, soñando con una permanencia que parecía imposible. Que el desierto es lo que se ve, pero que la pasión, oculta entre paredes, se sigue sintiendo.