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Michael Jordan, maravillosamente imperfecto

The Last Dance. Quizá duela la desmitificación con toda su crudeza del mejor jugador de baloncesto de todos los tiempos, pero la serie de Netflix y ESPN resulta un grandioso ejercicio de realismo. Detrás de cualquier héroe, por muy bueno y cercano que parezca, hay un ser humano con sus obsesiones, sus miedos, la proyección de sus demonios, las pruebas a las que inexorablemente te somete la vida. Da igual que fuese fumador, bebedor o jugador de casino, cuando jamás se reveló de manera tan palmaria como funciona la mente obsesiva de un ganador empedernido, de un talento descomunal mezclado con una fuerza de voluntad a prueba de bomba, que se exige y exige, que lidia con la presión de su leyenda y con el asesinato de su padre, que ríe, que llora...

Un mundo diferente. Conviene no perder el contexto de la competitiva sociedad norteamericana, de lo muchísimo que ha cambiado el mundo en los últimos 20 años, del buenismo con el que hoy miramos cualquier escena, donde el que grita es un déspota, el que comete un error queda estigmatizado y el ganador provoca tantas envidias como adhesiones. Jordan pegó a un compañero, pero luego le pidió perdón y pasó a respetarle como a pocos; buscó cualquier excusa, por muy burda que fuese, para encontrar una motivación en cada partido. La diferencia con nuestro Quijote es que él sí derrotaba a sus molinos. Fue capaz, a pesar de la insoportable presión, de nunca estar por debajo de su leyenda. Ahora que la cámara ha mostrado algunos de sus puntos débiles, admiro más cada una de sus virtudes.

Estamos tan necesitados de líderes. Disculpen que vire a temas más mundanos. Hubiera sido edificante haber visto la imagen de la firma del código de buena conducta entre Irene Lozano, Luis Rubiales y Javier Tebas antes de los 200 millones que comprometió el presidente de LaLiga para acabar la presente temporada. Tampoco vamos a ponernos tiquismiquis con una imagen de concordia, con esa palabra Box, con b, sobre la cabeza de Tebas, pero casi resulta una broma de mal gusto que desde el brazo político del deporte se proponga un código que pida a los firmantes: generar confianza, actuar con integridad, practicar el diálogo, resolver conflictos de forma amistosa, ejercer el respeto mutuo, fomentar la transparencia y tomar conciencia de la ejemplaridad. Antes del deporte, podrían empezar por firmarlo los políticos de cualquier signo en estos tiempos inciertos, antes de que veamos la meta en esta carrera hacia el abismo.