Tengo la teoría de que el fútbol me atrapa tanto porque su funcionamiento, con las competiciones encadenándose en un circuito infinito en el que los resultados de una temporada afectan a la composición y al cuadro de participantes de los torneos de la siguiente, es absorbente y circular: siempre quedan incógnitas abiertas y el desenlace de un curso te lleva a desear que empiece de inmediato el siguiente. Ves al Leicester ganar la Premier y te apetece observarlo ya en la Champions. Te das cuenta de que el Eibar ha subido a Primera y ya te imaginas ese instante en el que Messi o Cristiano visiten Ipurua o Xabi Irureta pare balones en el Bernabéu o en el Camp Nou. Si no fuera así, si las campañas empezaran desde cero sin premiar ni penalizar a los que lo hicieron muy bien y muy mal, creo que tendría mucha menos gracia. Habría demasiado tiempo para recordar aquello que queremos olvidar: que un día vamos a morir.

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Ahora que el coronavirus y el pánico no nos sacan esta idea de la cabeza, el fútbol tiene mucho menos sentido. Al fin y al cabo, este juego sirve para dejar de pensar en que somos mortales y ahora parece imposible abandonar esa obsesión. Bien parado está todo: cuidémonos, querámonos, recordemos estos momentos de angustia la próxima vez que la cotidianidad nos resulte aburrida cuando esta pesadilla haya pasado para aprender a disfrutar de lo único que realmente necesitamos, que es estar bien. Y cuando suframos porque nos empaten un partido en el 94' que teníamos ganado, pensemos: al menos hemos jugado, al menos hemos venido a ver a nuestro equipo -al que amamos con todas nuestras fuerzas-, al menos hemos sentido emociones –buenas, malas, dolorosas, qué más da- que no tienen nada que ver con estar sanos o enfermos ni con la preocupación de habernos podido contagiar o la culpa de poder haber contagiado a otro. En el próximo café en el descanso de un partido en la Creu Alta me acordaré de esto: igual vamos perdiendo, pero estaremos allí. Y el coronavirus será pasado.