Felicidad y euforia
"¡La felicidad no me basta! ¡Exijo euforia!". La frase es de Calvin, el personaje de la famosa tira cómica de Bill Watterson. Declama con el puño en alto, ante la atónita mirada de su tigre de peluche, el sabio Hobbes. Cuando me enteré del cese de Ernesto Valverde, la imagen del pequeño Calvin vino a mi cabeza. El Barcelona ha ganado las dos últimas Ligas, es el líder de la actual y se ha clasificado a la siguiente ronda de la Champions quedando primero en un grupo que a comienzos de temporada fue denominado como el de la muerte. Pero para la directiva culé y parte de la afición y prensa, no era suficiente. Bajo el impreciso criterio del "jugar bien", exigían goleadas de escándalo, victorias inapelables. Algo de lo que el club disfrutó un breve tiempo, pero que, convendremos, no es el estado natural de las cosas.
Esto es algo que de un tiempo a esta parte sucede en los clubes que han devenido grandes corporaciones: nada satisface a un entorno que pide más y más y más. No vale con ganar, hay que arrasar. Pareciera que todos los partidos hubieran de terminar con un resultado exagerado logrado a base de malabares realizados con sonrisas. En una especie de síndrome de los Globetrotters, cada minuto de juego ha de ser una escena de película de superhéroes que se consume con un kilo de palomitas. Juan Villoro dijo que el fútbol es un deporte bastante aburrido que, sin embargo, deja momentos absolutamente irrepetibles. Ochenta y nueve minutos (o toda una liga) pueden merecer la pena por lo que acontece en uno solo. En eso el fútbol se parece a la vida, que no es sino una rutina cadenciosa con paréntesis maravillosos (o trágicos).
El entorno de los megaclubes a veces se comporta como Calvin: exige continua euforia. Olvidan que existen los rivales, que esto no es un videojuego, que los ochoceros son inhabituales como las fiestas de cumpleaños, que el balón es anárquico y existe el azar, que un 1-0 tras un partido trabado y dificultoso también vale y también puede ser bello. Bello como un paseo por la playa, como contemplar caer las hojas en una tarde de otoño. Uno de esos momentos en los que te dices, y de ti depende si amarga o felizmente, "así que la vida era esto".