Armas, carbón y relojes suizos
Un día de Reyes me llevaron al Sardinero a ver un partido del Racing. Hacía frío. Recuerdo que tenía sentado delante de mí a un chico algo mayor que yo. Se pasó todo el partido mordisqueando un trozo de carbón que llevaba meticulosamente envuelto dentro del bolsillo de su abrigo. Me quedé lívido. “Pero qué habrá hecho este desgraciado para merecer esto. ¿Matar a su abuela con una ballesta?”.
Desconocía por aquel entonces la existencia del carbón dulce, que es algo así como un gótico en el instituto de las gominolas. Pero el susto se quedó conmigo. De aquel día de Reyes también guardo otro recuerdo: un familiar lejano me regaló un reloj Flik-Flak. A mí me daba reparo llevarlo; lo consideraba algo infantil y sospechosamente afeminado por sus colores pastel. Mi padre, poco antes del pitido inicial de partido, se quitó su reloj y se puso el mío. Todavía puedo ver el Flik-Flak diminuto casi cortando la circulación en su zarpa de oso. No me dijo mucho más. Tan solo: “En la vida, personalidad”. No recuerdo bien ni el marcador, ni el rival, ni los goles.
Ver los partidos de fútbol con mi padre, años después, me sigue enseñando muchas cosas. Y me ayuda a quitarme tonterías de encima. Como aquella del reloj. Esas charlas aparentemente intrascendentes delante del televisor cuando juega el Madrid encierran toneladas de pequeñas enseñanzas. Uno puede auscultar el alma de alguien a quien quiere charlando superficialmente sobre el lateral izquierdo suplente de su equipo. Para mí la idea de hogar es un partido del Madrid, un sitio asignado en el sofá y mi padre al lado diciéndome que Isco es un jugador de futbito.
No necesito mucho más para sentirme como en casa. Cuando te haces mayor, ya no estás dispuesto a ver el fútbol con cualquiera. Huyes de la jarana, del ambiente y de las distracciones. Prefieres la concentración y alguien a tu lado que conozca tus biorritmos viendo fútbol. Cháchara: la justa y necesaria. Ni mucha ni poca; la adecuada. Con la comida, igual. Hay que encontrar el equilibrio. Demasiada comida distrae, la gente se levanta y hay ruidos de platos. Todo este grado de complicidad y entendimiento se alcanza viviendo muchos partidos juntos. Como una vieja pareja de centrales. Recuerdo que cuando Alkorta se fue del Madrid, Hierro dijo: “Con Rafa me entendía con la mirada, no hacía falta decirnos nada”. Me pareció la declaración más bonita del mundo.
Por cuestiones de la vida, ya no puedo ver tantos partidos con mi padre. Pero siempre me manda en el descanso whatsapps apocalípticos con listas de bajas fulminantes de jugadores. O mensajes catastrofistas en forma de telegrama: “Zidane perdido. Bale fuera. Vinicius no vale. El City nos mete 6”. Y si juega el Madrid de baloncesto, da igual si llevamos doce victorias seguidas en Euroliga: “Nos hace falta un base, un 2-3 y un 5”. Vieja escuela madridista. Todo es poco. Como escribía Casciari: “Si mi padre hubiera dicho 'mi ilusión es que te gusten los carros de combate alemanes de la marca Panzer', hoy miraría documentales sobre la Segunda Guerra Mundial y escribiría cuentos bélicos, pero le gustaba el fútbol”. Al final lo mejor de esto es poder sentarte cerca de tu Alkorta. Y hablar.