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Un árbitro arbitrario / un árbitro platónico

Pasan los años, las décadas, y por algún misterio de la memoria seguimos recordando los nombres de los árbitros. Teixeira Vitienes, Losantos Omar, Undiano Mallenco, Pes Pérez, Mejuto González... El truco de los dos apellidos es bueno, por su carácter mnemotécnico, pero la realidad —y la suerte— es que una vez retirados ya no les ponemos cara. Algunos de ellos tienen el dudoso privilegio de estar asociados a un penalti injusto o una tarde desastrosa, pero lo cierto es que a la mayoría los recordamos sin más. Su posteridad es una nota a pie de página.

Y luego está Mateu Lahoz, que lleva ya doce años en Primera División con su arbitraje arbitrario. A veces su forma de pitar parece demasiado avanzada a su tiempo, o heterodoxa si se prefiere, y lo cierto es que en esencia se podría definir como platónica: hay un partido que se disputa en la realidad y otro que tiene lugar en su cabeza. Este desajuste es a menudo un problema, pues lo que él ve como un lance de juego, todo el mundo —incluidos la mayoría de los árbitros— lo interpretaría como una falta censurable. O al revés. No es raro que los jugadores se sientan desquiciados, incomprendidos, pues sus decisiones también tienen tintes kafkianos, sin explicación lógica.

Mateu Lahoz durante el Atlético de Madrid-Barcelona del pasado domingo.
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Mateu Lahoz durante el Atlético de Madrid-Barcelona del pasado domingo.JESÚS ÁLVAREZ ORIHUELADIARIO AS

No estamos ante un árbitro casero, o contemporizador, o con mala fe, sino que su estilo afecta a todos los equipos por igual. Tomemos el Atlético-Barça del pasado domingo: en la segunda parte podría haber sacado una segunda amarilla a Piqué, por una falta aparatosa, pero luego también podría haber expulsado a Vitolo por una entrada con los tacos por delante. Nada de esto sucedió. Mateu Lahoz vive dentro de los partidos, los disfruta, llama a los jugadores por su nombre de pila, les da la mano como colegas de barrio. Se siente tan cercano a ellos que el otro día, en una falta, se acercó a Koke y le quitó una brizna de hierba que tenía en el cuello. Fue un gesto entrañable, amoroso, pero de una proximidad y una confianza que sólo está en su cabeza y no creo que los futbolistas compartan. Es otro partido.