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Ya ha comenzado un nuevo curso que continúa la inauguración de una nueva era. Hay un elemento que ha transformado el fútbol y que marca un antes y un después tanto o más que la Ley Bosman: es el uso del VAR. El fútbol era el único deporte que rechazaba la ayuda tecnológica. Era como negarse a tomar una aspirina cuando te dolía la la cabeza o no usar anestesia durante una operación. Eso generaba enormes injusticias, intentos constantes de engaño y añadía una presión desorbitada sobre el colegiado que, cuando tomaba una decisión, no podía rectificar, aún a sabiendas que millones de personas sabían que estaba equivocado. Además, con los errores arbitrales, se pervertía el debate deportivo convirtiendo los aspectos relacionados con la parte punitiva. La parte táctica o estética quedaba relegada bajo la arrolladora presencia de la moviola.

Seamos justos, el VAR es un avance. Se ha disminuido el latino intento de engaño y la simulación y, aunque siempre habrá jugadas difíciles de evaluar, en general, se crea una impresión de justicia y se despejan dudas sobre la ética de los colegiados. Por supuesto, aún queda cierta mejoría, como la celeridad en la toma de decisiones.

Cualquier cambio legal implica un cambio técnico, implica un cambio estético o práctico y, cada año, se proponen nuevas normas a los árbitros para mejorar el juego. Pero siempre se olvidan de enseñar lo más importante: “empatía”. Ponerse en el lugar del otro. Que un árbitro entienda lo que siente un jugador con las pulsaciones a mil. Que se juega todo. Cuándo una mano (voluntaria o no) modifica la trayectoria del balón. Quién provoca y quién no, quién le echa al colegiado al público en contra y quién no.

Se ha mejorado mucho y se protege el arte. Si vamos unas décadas atrás, resulta aterrador ver cómo los árbitros eran legitimadores de la carnicería, protectores del terror sanguíneo. Como aquellos profesores que cuando había una pelea, castigaban a los dos. No hay humanidades sin humanidad. Se hizo la ley para el hombre y no el hombre para la ley.