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Hay partidos que se pueden resumir con un escueto "al menos no murió nadie", como si hubiésemos pasado los noventa minutos reglamentarios temiéndonos lo peor. Me sucede con muchos encuentros del Atleti, con todos los que pita Mateu Lahoz y hasta con algún solteros contra casados, esa lucha ancestral con que se coronan no pocas fiestas patronales en los pueblos de media España. "Lo importante es que estamos todos bien", solía alegar un cliente del bar de mi abuelo cuando su mujer lo sorprendía dejándose el sueldo en la tragaperras.

Que aburrirse es "besar a la muerte" ya lo sostenía Gómez de la Serna mucho antes de que el Cholo Simeone desembarcara en Madrid con su traje de yakuza, dispuesto a diezmar nuestro parque futbolístico de puro tedio. Sus equipos son como esos paquetes de gominolas que uno se encuentra en los mostradores de las gasolineras: por cada nube de azúcar llevan tres ladrillos de regaliz y dos melones de chicle. A los atléticos, sin embargo, parece importarles bien poco nuestras inquietudes estéticas y el aplauso de la crítica, al menos en su mayoría. Es una afición curtida, especialmente los más veteranos, con suficientes cicatrices para recordar que, no hace tanto, apenas celebraban mucho más que las magníficas campañas publicitarias de la agencia Sra Rushmore.

El pasado sábado, al descanso del simulacro perpetrado en Zorrilla, me acordé de aquel niño del anuncio, el del famoso "papá, ¿por qué somos del Atleti?". Es probable que a estas alturas siga viviendo en casa (el patio laboral y el inmobiliario no están para muchas alegrías). Y me lo imaginé sentado con su padre en el sofá, esperando todavía una respuesta, mientras media España se preguntaba de qué planeta vino Simeone para dejar en el camino a tanto inglés, a tanto chino, a tanto hindú... Todos muertos de aburrimiento. Hablo de una muerte figurada, claro, como también me figuro que la respuesta final del padre bien pudo haber sido “lo importante es que estamos todos bien”.