Blanca y la foto de bronce
La noticia, por esperada, no resulta menos dolorosa. Todavía me tiemblan las manos mientras tecleo en el ordenador. Blanca Fernández Ochoa ha aparecido muerta en la Sierra de Guadarrama, después de angustiosos días de búsqueda, los mismos que llevamos inundados de recuerdos, con el corazón encogido. Me van a disculpar que hoy personalice esta columna, porque Blanca siempre ha ocupado un lugar muy importante en mi vida. Después de ganar el bronce olímpico en Albertville 1992, el entonces director de AS, Rienzi, y el redactor jefe, Carlos Jiménez, tan añorados también, me enviaron a Sundsvall, Suecia, donde la esquiadora disputó un eslalon de la Copa del Mundo, antes de volver a España con la medalla. La misión era regresar con ella en el avión, contar el retorno a casa de la heroína del deporte español.
Mi foto junto a Blanca y su bronce en el viaje de regreso, brindando con champán, se publicó en el periódico del 4 de marzo de aquel año, dentro de un reportaje a doble página. Mi familia todavía conserva aquel recorte de un periodista soñador que hacía su primer viaje como enviado especial a los 21 años. No me lo tomen como una batallita personal. La historia que aquí relato también sirve para entender la relevancia de la esquiadora, el alcance social de su medalla. En unos tiempos en los que el deporte español no triunfaba como ahora, Blanca se convirtió en la primera mujer en subir a un podio olímpico en aquel mágico 1992. Cuatro años antes ya hizo llorar al país con una caída en Calgary 1988 que le privó del oro. Hoy lloramos su pérdida, pero Blanca nunca morirá del todo. Siempre quedará su gesta. Y la foto de bronce.