Dos finales para reforzar la autoestima
La ciudad de Madrid, de la que soy natural y vecino, ha vivido en seis meses dos eventos futbolísticos de categoría: las finales de la Libertadores y la de la Champions. Argentinos contra argentinos, ingleses contra ingleses. Las aficiones más temidas y renombradas en el imaginario clásico (ahora aparecen los rusos por el horizonte, ya veremos lo que dan de sí) citadas en nuestro suelo. En ningún caso se produjo el movimiento telúrico temido. Resultó que no provocaron más broncas de las que por sí se producen en cualquier día sin partido en cualquier gran urbe. En gran parte, seguro, porque las fuerzas de seguridad estuvieron a la altura.
Sirva eso para mejorar nuestra autoestima. Y reparemos también en el nivel del fútbol que hemos visto. Ya el River-Boca nos pareció bastante por debajo de lo que se ve aquí cada semana, y no digo sólo en Madrid y Barcelona, sino casi en cualquier campo de Primera. Aquello tuvo al menos la gracia loca de la prórroga con el meta Andrada en plan delantero centro, suicida, mitad necesidad mitad exhibicionismo. En el Liverpool-Tottenham todo se acabó con un penalti cretino al medio minuto de juego. Después, y hasta que el cántico del ‘You’ll never walk alone” pasó su esponja redimidora sobre la noche, todo fue racanería y falta de estilo.
No siempre juegan tan mal Liverpool y Tottenham como lo hicieron, cierto. No tengo duda de que la culpa fue del disparatado penalti. Cada equipo llegó con un plan al partido, y de repente el asunto se invirtió. Uno iba a atacar, el otro a defenderse, uno a examinarse de matemáticas, el otro de griego, pero resultó que cuando tenían las respuestas les cambiaron las preguntas. Lo llamativo fue la falta de cintura de ambos grupos, su incapacidad para abrir una nueva ruta a sus propósitos. Ni el Madrid ni el Barça ni el Atlético estuvieron ahí, y sólo de ellos es la culpa, pero el monstruo amenazante de la Premier salió bastante deshinchado de la final.